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Degradación del Ejercicio de la Función Pública

Cuando el descuido en las formas anuncia problemas de fondo

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Degradación del Ejercicio de la Función Pública
La ropa del funcionario es un síntoma de la salud institucional. (GENERADA CON IA)

La degradación del ejercicio de la función pública rara vez comienza con grandes escándalos.

Por lo general, se inicia de manera silenciosa, casi imperceptible, en detalles que muchos consideran secundarios.

Uno de esos signos tempranos es la falta de respeto al protocolo en el vestir de los funcionarios públicos, una práctica que desde hace años viene apareciendo en algunos países de América Latina y que no debe ser trivializada.

El protocolo no es una frivolidad ni una herencia decorativa de épocas pasadas. Es un lenguaje institucional, una forma visible mediante la cual el Estado se presenta ante la sociedad y ante el mundo.

La vestimenta adecuada del funcionario público expresa respeto por la institución que representa, por la función que ejerce y por los ciudadanos a quienes sirve. Cuando ese código se rompe —por descuido, ignorancia o desprecio deliberado— el mensaje que se transmite es claro: la función pública se banaliza.

Con frecuencia, este abandono de las formas se justifica con discursos de aparente modernidad: cercanía con el pueblo, rechazo de formalismos "elitistas" o exaltación de la autenticidad personal.

Sin embargo, la experiencia histórica demuestra que los Estados con instituciones sólidas y respetadas son precisamente aquellos que cuidan sus símbolos, rituales y normas externas, no por vanidad, sino porque entienden que la autoridad pública también se construye a través de las formas.

El descuido en el vestir no es un hecho aislado.

Suele ser el primer síntoma visible de un problema más profundo. Allí donde se relativiza el protocolo, con frecuencia aparecen también otras deficiencias: la relajación en el cumplimiento de normas, la confusión entre lo personal y lo institucional, el debilitamiento de la jerarquía funcional y el desprecio por la carrera administrativa y la meritocracia.

La informalidad estética termina convirtiéndose, muchas veces, en informalidad ética.

No se trata de afirmar que la falta de protocolo conduzca automáticamente a la corrupción o al abuso de poder, pero sí de reconocer que ambas conductas suelen tener una raíz común: la ausencia de conciencia institucional.

El funcionario que no asume la solemnidad de su cargo corre el riesgo de no asumir tampoco la responsabilidad que ese cargo implica.

En América Latina, este fenómeno ha coincidido con procesos de debilitamiento del Estado, populismo discursivo y desprestigio de la política como vocación de servicio. En nombre de una supuesta cercanía con el ciudadano, algunos gobernantes han optado por despojar a la función pública de sus símbolos de autoridad responsable.

El resultado no ha sido una mayor confianza ciudadana, sino una creciente percepción de improvisación, personalismo y falta de seriedad en el ejercicio del poder.

Las repúblicas no se erosionan de un día para otro. Se desgastan lentamente, a través de pequeñas renuncias acumuladas.

El abandono del protocolo en el vestir es una de esas renuncias. Puede parecer insignificante, pero actúa como síntoma temprano de una degradación más amplia de la cultura administrativa y del sentido del deber público.

Cuidar las formas no es superficialidad. En el ámbito del Estado, es una expresión concreta de respeto por la institucionalidad, por la ciudadanía y por la historia republicana de la nación. Cuando ese respeto se pierde, la degradación del ejercicio de la función pública ya ha comenzado, aunque todavía no se manifieste en toda su gravedad.

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