“El costo de la vida vuelve a subir…”
Por qué el salario no alcanza en Santo Domingo

Decir que Santo Domingo es una ciudad cara suele generar resistencia. La reacción inmediata es comparativa: no es Nueva York, no es Madrid, no es Santiago. Cierto. Pero el análisis económico serio no se hace en términos absolutos, sino relativos. La pregunta correcta no es cuánto cuestan las cosas, sino cuánto cuestan en relación con lo que se gana y con lo que se recibe a cambio. Ese es el nudo gordiano.
Santo Domingo es cara para su nivel de ingresos, especialmente en servicios y alimentos importados. No porque tenga precios de país rico, sino porque combina precios de economía media, salarios de economía baja y servicios de baja productividad. Esa triple combinación pesa, y mucho, sobre el bienestar cotidiano.
Desde el punto de vista metodológico, la noción clave es el esfuerzo de consumo: la proporción del ingreso que un hogar debe destinar para cubrir necesidades básicas. Dos ciudades pueden tener precios similares, pero si en una el salario medio duplica al de la otra, la carga real es muy distinta. En Santo Domingo, ese esfuerzo es elevado.
El primer factor son los servicios básicos, comenzando por la electricidad. El costo no se limita a la tarifa. Incluye el precio oculto de la inestabilidad: inversores, plantas eléctricas, baterías, combustible y mantenimiento. En términos económicos, el hogar internaliza un costo que en otras ciudades asume un sistema público eficiente. Se paga dos veces: por la red y por la autogeneración. El resultado es un encarecimiento sin mejora proporcional en la calidad.
Algo parecido ocurre con el agua. Aunque el servicio esté formalmente subsidiado, su intermitencia obliga a inversiones privadas: cisternas, botellones, bombas, tinacos o camiones. El precio explícito es bajo; el costo real, no. La economía doméstica vuelve a compensar fallas estructurales del servicio público.
Las telecomunicaciones siguen el mismo patrón. Internet y telefonía no resultan baratas si se comparan con países de mayor ingreso per cápita. Y si se ajusta por calidad —velocidad, estabilidad, atención— el precio relativo aumenta. No es solo un problema de precios, sino también de productividad del sector servicios.
El segundo gran factor es la alimentación, en particular la que consume la clase media urbana. Una parte relevante de esa canasta depende de importaciones: cereales procesados, lácteos, carnes específicas, aceites, productos enlatados, vinos. Estos bienes llegan con costos logísticos elevados, aranceles, márgenes altos y escasa competencia. El dólar actúa como referencia permanente, incluso cuando los ingresos se generan en pesos.
El resultado es un fenómeno bien conocido en economía abierta: la transmisión cambiaria asimétrica. Los precios suben rápido cuando el tipo de cambio presiona, pero rara vez bajan con la misma velocidad. Comer “normal” —no lujoso— puede costar lo mismo que en ciudades más ricas, pero con ingresos considerablemente menores.
La vivienda completa el cuadro. El problema es el precio, pero también la segmentación de la oferta. Las zonas con servicios, seguridad y conectividad presentan precios tensionados; las más baratas trasladan el costo a otros rubros: transporte, tiempo y calidad de vida. Aunque se pague en pesos, el mercado está implícitamente indexado al dólar, lo que introduce rigidez a la baja y presión al alza.
Desde la óptica del presupuesto familiar, la vivienda absorbe una proporción muy elevada del ingreso disponible, reduciendo el margen para ahorro, educación o consumo cultural. No es una vivienda cara en términos internacionales, pero sí cara en relación con el salario local.
El transporte, finalmente, suele subestimarse. La debilidad del transporte público empuja al uso de soluciones privadas: vehículo propio, motocicleta o transporte informal. El costo no es solo monetario —combustible, mantenimiento, seguros— sino también de tiempo. En economía urbana, el tiempo perdido es un costo real, aunque no figure en ninguna factura.
Comparar con ciudades como Madrid ayuda a entender la paradoja. Madrid es más cara en promedio, sobre todo por el alquiler. Pero ofrece alimentos más baratos, servicios más eficientes, transporte público que reduce gastos privados y salarios mucho más altos. Para ciertos perfiles, el esfuerzo relativo para vivir dignamente puede ser menor que en Santo Domingo. No porque Madrid sea barata, sino porque existe coherencia entre precios, ingresos y servicios.
En síntesis, Santo Domingo no es una ciudad cara por exceso, sino por desajuste. Precios que no dialogan con salarios. Servicios que cuestan como si funcionaran mejor. Consumo importado en una economía de ingresos locales. Esa es la raíz del problema.
No se trata de dramatizar ni de negar avances. Se trata de entender que el debate sobre el costo de vida trasciende las percepciones y remite a la estructura económica. Mientras ese desajuste persista, la sensación de ahogo seguirá siendo racional, no emocional.
Andy, Jaime, Miguel, ¿me lo explican mejor?

Juan Alberto Silvestre S.
Juan Alberto Silvestre S.