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Chenco Piña

Lo conocí hace ya alrededor de veinticinco años. Su nombre era Euribíades Piña, pero le decían Chenco. Fuerte, alto, desenfadado, dotado de singular carisma. Espontáneo como un río cristalino que baja de la montaña lleno de viveza y exhibe en su lomo ribetes de perlas blancas.

Me dio la mano rugosa del hombre de campo que había labrado surcos duros y ganado el pan con el sudor que dignifica. Escudriñó mi talante y radiografió mis entresijos profundos. Sintió pena por mi imagen de pueblerino acostumbrado al trabajo de escritorio, con mano suave castigada entonces tan solo por el callo que el lápiz iba dejando en el dedo índice, ahora por el puntear constante en la lap top.

Acabando de conocerme, como si estuviera repleto de confianza, hizo de sopetón varios chistes referidos a mi persona. Siendo un agricultor que había tenido éxito al convertirse en empresario agrícola, en el fondo era un psicólogo convencido de que el ser humano sólo podía llegar a ser auténtico si aprendía a reírse de si mismo. Con su espontaneidad desarmó en segundos cualquier barrera y facilitó el fluir de una corriente mutua de simpatía.

Al mirarme como cosa rara en aquel ambiente cultural cerrado y de montaña poco expuesto a la influencia externa que era la Constanza de aquellos años, es probable que viera en mi algo distinto al capitalino engreído que siempre creía que sabía más que la gente rural y menospreciaba su valía. Así, luego de estudiarme, porfió conmigo que si en algún momento decidía establecer algún lazo que me uniera a esa comunidad, valoraría más estar en comunión con la naturaleza y compartir con quienes brindan amistad sincera, sin recodos ni desvíos.

Un día me llevó a una hermosa cumbre desde donde se divisaba el valle. Allí edifiqué una casa modesta, sencilla y abierta, que ha sido motivo de felicidad. Desde entonces me concedió el privilegio de ser constancero, y por él y por su grupo de amigos entrañables, lo soy.

Aparte de su encanto personal, Chenco tenía una profundidad analítica insospechada. Al escuchar su análisis profundo y sin estridencias sobre temas del acontecer nacional, me preguntaba como era posible que fuera tan certero si no había tenido la oportunidad de haber estudiado en la universidad. Su inteligencia traspasaba fronteras.

Era un líder. Ninguna iniciativa prosperaba si no contaba con su bendición, y lo que impulsara encontraba acogida. Si en los pueblos hubiera habido embajadas, habría sido embajador de Constanza por aclamación. Nadie la representó mejor ni la supo entender si previamente no compartió con él. Ahora con su ausencia, ese pueblo ya no será lo que fue.

El chef de la montaña, solíamos llamarle. Todo lo que tocaba su mano lo convertía en manjar. El chef de la amistad debimos haberle llamado siempre. Disfrutaba complaciendo y haciendo que todos se sintieran bien. Chenco también fue eso, anfitrión inigualable.

Mientras pensativo y apenado lustraba mis zapatos en el parque, al lado de la iglesia donde estaban expuestos sus restos, dos niños limpiabotas comentaban que se había ido un hombre grande, innovador, que les regalaba guantes y pelotas y siempre los trataba como si hubieran sido sus iguales.

A la puerta del cementerio caballos briosos mostraban sus sillas vacías flanqueando su ataúd, homenaje a quien hizo costumbre y espectáculo el recorrido dominical de un grupo de jinetes por las calles de su pueblo, porque quería crear atractivos que compensaran la monotonía de hacer preñar la tierra de esperanzas y semillas. Y ya en su tumba, dentro de la multitud que lo admiraba, algunos brindaron con destilados espirituosos para desearle paz eterna al tiempo que se interpretaban las canciones que tanto amó.

Chenco se ha ido, y al apagarse lentamente fue despidiéndose con gestos y actuaciones simbólicas que perpetuarán su recuerdo.

Al marcharse por la senda eterna escuché, en medio de redobles marciales, caer un torbellino de lágrimas frías, congeladas de tristeza, que se derramaban por él. Vi al hermoso ruiseñor abatir sus alas fuertes y llorar inconsolable con inusual melancolía porque no atinaba a comprender el por qué de su partida. Contemplé a un pueblo lacerado, preguntarse entre lamentos por qué los que más valen son los que se van primero cuando nunca deberían irse. Sentí en lo profundo de mi ser una pena muy grande, una tristeza honda, anticipo de un vacío que jamás podrá llenarse.

Tío Chenco, como solía decirte con afecto al pedirte la bendición: se muy bien que allá, en esa alta cumbre donde te encuentras, esperarás sin prisa, sin ninguna prisa, a que todos lleguemos y te entretendrás mientras tanto enseñando tu cátedra maestra de cómo sacar del fondo de cada cual sus fibras más humanas. Gracias por todo lo que me enseñaste, y buen viaje eterno.