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Samaná: Los Palos del Paraíso

Vengamos pues a deducir que si la explotación de las minas de carbón es a todas luces una empresa ruinosa; la del aprovechamiento de las maderas, caso de ser inmediatamente realizable, es tan torpe que no habrá quien la intente ni la solicite

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Samaná: Los Palos del Paraíso
Antigua estampa de Samaná (FUENTE EXTERNA)

Nuestro nauta analista ibero, con aguzado ojo profesional en las complejas materias de la navegación, disponía también de calificación esmerada para realizar ponderados estudios de factibilidad económica. Así, en sus sopesadas notas de 1863, nos invita a pasar “sin más examen, a la exploración de otro de los tesoros con que Dios fue servido en dotar este país, «las maderas».” 

“Desde el extremo N. E. de la Península, que es el que más se lanza hacia el mar, hasta aquel en que se une con la otra parte de la Isla de Santo Domingo, se nota una diferencia en la clase del terreno que se nos hizo sensible la primera vez que la vimos desde el buque que nos conducía al Puerto. El Cabo llamado de Samaná, que es aquel primer extremo, está formado de una roca negruzca tajada apique y de una regular elevación, a cuya vista se siente una triste melancolía que no sabemos definir, y que, a pesar de su impresión desagradable, no acertamos a dejar de contemplar. 

Luego, así como vamos hacia la bahía, el aspecto va cambiando progresivamente, y cuando se ha entrado en ella el paisaje es ya bello, y sigue más o menos variado hasta el istmo: no con aquella hermosura de nuestras playas del Mediterráneo, sino con esa profusión de feracidad natural de estos países: no caprichosos y risueños como aquellos, sino sorprendentes y admirables como solo aquí lo son. Una vez en tierra y penetrando hacia el centro de la Península pronto la espesura del ramaje nos impide la marcha, hasta hacerla imposible sin el auxilio del hacha que con facilidad abre camino, pues no se hallan en este trayecto sino árboles de delgados troncos: hablando en relación con los que son aplicables a la construcción y demás objetos de utilidad. 

Ya bien internados en el país y cuando se perdió de vista el mar por la interposición de algún monte, o cuando solo la divisamos desde otra más alta cima, entonces es que hallamos a cada paso árboles de tan colosales dimensiones, como no habíamos concebido, y de la clase más rica que producen las Américas. La caoba, el cedro y todas aquellas que nosotros no conocemos, pero que nos han revelado los que nos precedieron en la descripción de la Península, están allí incitando al hombre a utilizarse de ellas. Hemos oído que el Sr. Brigadier Buceta, Gobernador que fue en este punto y cuya actividad y energía son tan conocidas, halló e hizo derribar en una de sus exploraciones, un cedro cuyo diámetro era igual a la altura de un hombre de regular estatura; y lo creemos y no nos sorprende, porque hemos visto algo parecido, tanto aquí como en nuestra Isla de Cuba. 

Hay pues una riqueza inmensa encerrada entre estos montes: no dudosa ni probable como la de que hablamos anteriormente, sino positiva y a primera vista muy fácil de aprovechar. Derribar árboles y llevarlos a una no muy lejana playa, en donde seguramente se embarcarán con facilidad teniendo tan hermosa y extensa bahía, podrá ser algo trabajoso; pero no tanto que deje de producir utilidades de consideración. Vamos pues a establecer un corte de estas ricas maderas.

En primer lugar, necesitamos un número no pequeño de brazos robustos e inteligentes, que puedan soportar los rigores del clima y el rudo trabajo del desmonte. Consideremos a la Península como totalmente deshabitada; una vez que sus naturales no nos han de servir ni para el trabajo menos fatigoso; y veamos cómo salvar esta primera dificultad para el logro de nuestro propósito. No pensemos que se pueda sustituir completamente la falta de brazos con máquinas de sierra y con railes de conducción a la playa, porque esto sobrepuja a los gastos que permiten estas empresas, si han de rendir algún producto. 

Cedamos sin embargo para conceder todo lo posible, en que la maquinaria ayudada de brazos chinos, logran sin gran costo derribar los árboles y ponerlos en el embarcadero. La carencia absoluta de recursos, por la falla de una población cercana que nos los facilite, nos ha hecho traer de otro país lo más mínimo que hemos necesitado, y lo que es más, habremos tenido que fletar un buque por nuestra propia cuenta para ello. Contemos una tercera parte del año «cuando menos» como tiempo perdido para el trabajo, por el exceso de las lluvias que tan célebre han hecho a este país; y después de tantas privaciones, trabajos imponderables y gastos tan inmensos, habremos conseguido poseer una madera muy rica ciertamente, pero que no excede en valor ni mérito a la que con menos costo y más comodidad hallamos abundantemente en las Islas de Cuba y Puerto Rico.

Es pues evidente que el capitalista que trate de emplear sus fondos en negocio de tal naturaleza preferirá la localidad que más ventajas le proporcione; y no vendrá a Samaná, con tanta más razón, cuanto que sin salir de la Isla de Santo Domingo, tiene montes inagotables de esta riqueza, rodeados por ríos navegables que le proporcionan cuanto puede desear, y en donde hallará la rica caoba de caracolillo tan famosa y apreciada en todo el mundo. Vengamos pues a deducir que si la explotación de las minas de carbón es a todas luces una empresa ruinosa; la del aprovechamiento de las maderas, caso de ser inmediatamente realizable, es tan torpe que no habrá quien la intente ni la solicite. 

Quizás se nos objete, ya que hay brazos en la misma Isla que se dedican a este rudo trabajo, no fuera difícil atraer algunos a la Península, en donde las menos comodidades de localidad y de recursos, estarían suplidas, si el Gobierno cediese gratuitamente los montes en beneficio de su aprovechamiento. El que así nos objete, no conoce este país, en el cual hay muchos menos brazos para el trabajo, que lo que es su ya muy escasa población; porque muchos de ellos adolecen de la misma apatía que hemos manifestado refiriéndose a los de esta Península; y aun los mismos que trabajan, se hallan muchos días con tan poco ánimo para ello, que no los mueven las mejores ofertas. En prueba de nuestra exactitud vamos a citar un suceso acaecido recientemente en la misma Capital de Santo Domingo.

Un vecino de esta ciudad siendo dueño de una cantidad considerable de terreno en las cercanías de ella, hizo una siembra de algodón que le dio los más sorprendentes resultados, tanto por la calidad del fruto, como por la abundancia con que se habían producido. Las más agradables y justas esperanzas halagaban su imaginación, y tenía motivos para ello porque el algodón, es un producto que deja siempre mucha utilidad, y que en las circunstancias presentes de su escasez por la guerra de los Estados-Unidos, le hacía esperar grandes ganancias. 

Llegado el tiempo oportuno para la recolección, procedió nuestro rico propietario a buscar la gente que necesitaba, y no dudando de encontrarla con facilidad ofreció un jornal arreglado a lo que juzgó no comprometería la ganancia que esperaba, y que según él debía mover a muchos a trabajar en su finca. Sin embargo, como nadie quisiese aceptar sus proposiciones subió la oferta al doble de la primitiva, y viendo que tampoco así conseguía su objeto, la aumentó hasta una cantidad que difícilmente hubiera podido pagar sin sacrificar todas las ventajas con que había creído enriquecerse.

Pero ya no se trataba de ganar; sino de sacar íntegro el capital que había empleado en su sembrado. Pues bien, «parece increíble», unos porque no necesitaban trabajar, y hacían alarde de ello, diciendo que no eran esclavos: otros por su imposibilidad pues habían sido criados en la indolencia y no servían para otra cosa que para vivir en ella: y los restantes «que fueron los menos» porque estaban dedicados al fomento en sus propias tierras, ninguno se le presentó; y quien tanto esperaba del rico producto de su hacienda, vio pudrir el algodón en las matas, sin poder remediar su ruina, y maldiciendo de la imbecilidad de los unos y la inutilidad de los otros. 

Creemos con esto haber contestado y convencido a los que juzgan posible el utilizar en la Península los brazos de la otra parte de esta provincia española. 

También hemos oído a algunos apuntar la idea de traer emancipados de Cuba; diciendo, que el país se convencería muy pronto de que no eran esclavos; y que, para los idiotas y los maliciosos, estaba la fuerza. Esto tras de creerlo el mayor disparate y la política más perjudicial, sería también la más grande injusticia y el mayor de los perjuicios que pudieran hacerse a aquella isla, tan escasa de brazos trabajadores, y tan digna por su fidelidad y su riqueza, de toda la protección y preferencia del Gobierno de S. M. 

Examinadas las dos más patentes riquezas que nos ofrece la Península de Samaná, y demostrada la casi imposibilidad y el mal resultado de su inmediata explotación, no juzgamos necesario detenernos a probar la ninguna ventaja que debe esperarse del cultivo de sus tierras, pues las mismas razones en que nos hemos fundado al hablar del carbón y las maderas, son los principales obstáculos que se presentan igualmente a esta nueva empresa. 

Supongamos sino, que se trata de fomentar un ingenio o cafetal: en Santo Domingo no hay capitales capaces de soportar los grandes gastos que ofrece la creación de estas fincas; y ¿podría esperarse que capitalistas extraños viniesen a emplear su dinero en esta Península, cuyos terrenos, aunque muy buenos, no son mejores que los demás de esta provincia española, ni que los de Cuba y Puerto-Rico, y que además tienen la desventaja de estar aislados de toda población que le facilite aquellos recursos que pueda necesitar? Claro es que no, y eso que prescindimos de la diferencia en la institución del trabajo, que hacen tan preferibles aquellas dos Islas.

Nos parece haber dicho lo bastante para convencer a los que creyeron que la anexión de esta Península daría un inmediato resultado de ricas producciones. No nos detendremos en el examen de la supuesta profusión de perlas y de oro, que hemos visto citadas por algunos escritores, pues son exageraciones y fábulas con que se han adornado estas descripciones.”

A más de 500 años del paso de Colón y siglo y medio de nuestro nauta relator, a Samaná la salvarían las ballenas jorobadas.

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José del Castillo Pichardo, ensayista e historiador. Escribe sobre historia económica y cultural, elecciones, política y migraciones. Académico y consultor. Un contertulio que conversa con el tiempo.