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En defensa de (y réquiem por) una consonante

La pérdida o desaparición de la “de” intervocálica es una constante del idioma

La pérdida o desaparición de la “de” intervocálica es una constante del idioma. Lo mismo se produce en el interior de una frase que en los participios verbales o palabras terminadas en ado, edo, ido o udo. También desaparece, o pasa a “z” o “t”, en las palabras que terminan en ella, como Madrid (Madriz) o salud (salut) y en algún que otro caso. El fenómeno está tan generalizado que no hay zona de España ni de América donde no se presente. A los hablantes no nos resulta extraño. Convivimos con él, habla culta, habla popular, tendencias de la lengua, pese a que, al advertirlo (lo que se consigue con un mínimo de escolaridad o de simple observación de la norma), tendemos a enmendarlo, poniendo en su lugar la “de” perdida, como si fuera la fe del bolero. He encontrado en tu amor la fe perdida. ¿Lo recuerdan? Pero no quiero irme por los cerros de Úbeda, como ya no se dice. El artículo de hoy tiene otro propósito. Es, más bien, una mezcla de confesión, queja y reclamo que vengo arrastrando desde hace ya años, acompañada de un sentido de culpa que no voy a negar, puesto que yo también, sí, he caído en lo mismo. 

¿De qué hablo? Sencillo. Hablo de la “de” del nombre de una calle que durante un período bastante largo fue la más emblemática de nuestra entrañable, importante y hermosa zona colonial, que los dioses preserven de las malas políticas. Se trata de la que arranca, casi, en la margen derecha del Ozama y muere en el Baluarte, rebautizada con un gran desparpajo de una manera que no me gusta nada. Yo no sé en qué momento, en qué año, empezamos a validar, sin más ni más, la pronunciación descuidada, e impuesta por el hábito (que en cuanto puede se libra, como digo, de la “de” intervocálica), y de llamarla “calle del Conde” pasamos a denominarla por escrito, y feamente, para mi gusto, “calle El Conde”. Nuestra querida arteria citadina nunca se ha llamado así, y estoy seguro de que no hay una resolución de nuestro ayuntamiento que haya determinado tan disparatado cambio. Si la hubiera me quedaría pasmado aquí mismito. Tanto que fastidiamos con remodelaciones y fachadas y planes y proyectos, y no solo se nos cuela un gazapo como ese, sino que persistimos en mantenerlo a como dé lugar. Así que vuelvo y digo: ¿en qué momento? 

Solo nuestro tradicional laissez faire puede explicar el caso. Y no es que me proponga corregir ni que nadie corrija el error, que lo es; sería un esfuerzo inútil. A mí me basta no haber vuelto a cometerlo desde que detecté que, por inercia, yo también, como ya he confesado. Los demás que la llamen como quieran. ¿Calle El Conde? Muy bien. Pues “calle El Conde”. Lo que ahora me intriga es la datación del hecho. Si fuera profesor, pondría a mis alumnos a revisar periódicos y libros para determinarlo con la mayor precisión que se pueda. Un cien redondo para el que lo consiga. Pero como no lo soy, voy a valerme de dos o tres ejemplos que podrían ayudarnos a entender el proceso. 

Tulio Manuel Cestero, en su espléndida novela La sangre, de 1913, siempre la denomina como se debería. El general que pasa, cual un centauro, en su corcel, por ella, no lo hace por la “calle El Conde”, sino por la “calle del Conde”. También van por la “calle del Conde” las tropas que en un momento dado la recorren. Interesante, ¿no? Después de la de Cestero se editaron, no muchas, pero sí unas cuantas novelas en las que habría que verificar (no tengo tiempo ahora) si ya aparece en ellas la nueva denominación. Pero lo dudo, porque cuando Luis E. Alemar publica, en 1943, treinta años después, su obra Santo Domingo Ciudad Trujillo, en la que habla de cuanta cosa importa en lo referente a la organización urbana de la época, confiesa claramente que a la fecha llevaba muchos años consultando papeles y legajos para confirmar cada uno de sus datos y asegura, con legítimo orgullo, pues la obra es muy valiosa, que no da uno que no se encuentre debidamente avalado por la documentación correspondiente. Al señor Alemar no se le hubiera escapado, por lo tanto, creo yo, o no sin corregirla de inmediato, o tildarla de impropia, ninguna alteración de esa naturaleza, y Alemar no registra el cambio que vengo señalando. ¿Cuándo, pues, se produjo? ¿Cuándo los periodistas y los escritores y cuanto plumífero opinaba en el país se dejaron tumbar el pulso por una pérdida consonántica (un hecho del habla) y de “del Conde” pasaron a escribir “El Conde”? Gran misterio. 

Debió de ser, según mis cálculos estadísticos a ojo, en los años cincuenta, con un incremento en los sesenta, en una proporción no precisa del todo, que llegaría a su cota máxima en los ochenta, cuando me di con gente entre indecisa y resignada que ponían cara de que a ellos ni les iba ni les venía y que les daba igual y otras que ni se habían percatado del detalle y que, de alguna forma, lo veían como un asunto demasiado alejado de la actualidad, que era lo único que les interesaba. Unos y otros se negaban a verle la importancia que, sin duda, posee, sin siquiera pensar que, al decantarnos por lo de “calle El Conde”, tendríamos que escribir, además, para ser consecuentes, no “Baluarte del Conde” ni “Puerta del Conde” (cuando nos referimos al Baluarte del Conde y a la Puerta del Conde), sino “Baluarte El Conde” y “Puerta El Conde”. ¿O no? 

La cosa ha ido tan lejos que ya no hay forma de enmendar el entuerto. O eso me temo. Pedro Peix, ido a destiempo, para quien la ciudad era, hasta cierto punto, un personaje, titula uno de sus libros, creo que el último, El fantasma de la calle El Conde, y no hay narración, artículo, noticia o documento de las últimas décadas en los que no se encuentre, de igual modo, el dichoso trastrueque. Cierta esperanza de restitución surge cuando, al abrir las páginas del Diccionario fraseológico del español dominicano, de 2016, en la entrada “CONDE”, se habla de la “calle del Conde” (vive Dios) de la capital dominicana. Pero muere al instante cuando, en la entrada “CONDEAR”, se nos dice que es ir de paseo “por la calle de El Conde de Santo Domingo”. Queda, con todo, en ambas citas, la señal positiva de que, pese a batirse en retirada, la primera de esas designaciones todavía se resiste a desaparecer. ¿Logrará recobrar el terreno perdido? 

Ya sé que el tema carece de la trascendencia de, por ejemplo, una reforma constitucional o el siempre utópico aumento salarial, pero tampoco es baladí, y convendría zanjarlo cuanto antes. Calle “del Conde”, pues, nada de calle “El Conde”, sin que esto signifique, dicho sea de pasada, que no podamos escribir que los muchachos andan “por el Conde” o que los ciudadanos van “al Conde”,  amalgama, esta última, de “a + el” que no se podría producir si nos decantamos por “El Conde”, a secas, porque entonces sería “ir a El Conde” (como ir a El Salvador), lo que de ningún modo. Hablo siempre, que no se nos olvide, de la lengua escrita. En la hablada no entro. 

Y ahora, la coda, aunque no vaya en versos. A mí no se me escapa el escaso interés que suscita la correción de marras; pero aun así seguiré con mi tema, igual que cada loco con el suyo, y a Dios que reparta suerte, y salud, y por allá nos vemos. Sí quiero dejar claro que, a partir de hoy, sale al campo a luchar, si no un partido, un grupo de uno, yo, que en adelante defenderá a capa y espada, y con algo de humor, pues qué remedio, el verdadero nombre de nuestra amada calle y escribirá “calle del Conde” donde otros se empecinen en escribir “calle El Conde”. No importa que me pase lo que en una reunión de hace ya un tiempo, que no me hicieron ni puñetero caso cuando, de buena fe, propuse que cambiáramos los rótulos que dicen “Calle El Conde” por otros que dijeran la verdad: “Calle del Conde”. 

TEMAS -

Escritor, profesor y diplomático dominicano.