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Londres en el tiempo del Big Ben renovado

El Big Ben es uno de los símbolos de la capital inglesa

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Londres en el tiempo del Big Ben renovado

El Big Ben, el reloj que enriquece el paisaje urbano de Londres y el más famoso del mundo, ha recobrado sus latidos metálicos que a intervalos razonables recuerdan a nobles y plebeyos que el tiempo vuela. Tempus fugit. Después de cinco años sometido a reparaciones y revisiones tan necesarias como las que urgen al relato del imperialismo europeo, resuenan nuevamente esas campanadas que son parte del otro paisaje llamado historia, rico en tradiciones, orgullo, templanza y abominaciones. Parecería que el silencio del Reloj, así, en mayúscula, fue una queja muda ante la babel política en que han devenido Europa y ese gran país. Todos hablan, nadie escucha. Las desavenencias internas han dejado a laboristas y conservadores tan indispuestos entre ellos como en filas propias al término de un período de gobierno signado por controversias y escándalos. La violencia en Ucrania ha expulsado a la superficie viejas malquerencias y divisiones.

Siempre imponente, la capital de monumentos que rezuman glorias, hazañas, y reivindican una grandeza ahora en contraste con el estatus de potencia de segunda, cautiva sin importar cuántas veces se haya visitado, explorado y aprehendida. El Big Ben brilla con renovado esplendor al lado del Palacio de Westminster, sede del poder legislativo. Al interrumpirse su arbitraje del tiempo, su majestuosidad estuvo encarcelada desde el 2018 entre andamios enormes. Era una visión desalentadora, un déficit en la miríada de ofertas que tiene Londres para el visitante, no importa de cuál rincón del mundo proceda.

El tempus fugit pertenece a las Geórgicas de Virgilio, un texto dedicado a la vida rural y a la agricultura. Fue en el campo inglés, precisamente, donde el voto a favor del Brexit dejó a Londres fuera del catálogo de capitales de la Unión Europea.

Con el final de las restricciones sanitarias han vuelto los turistas en número récord, y su presencia es evidente en los contornos de Buckingham Palace, con la bandera flotando en lo alto de la edificación, la Union Jack, señal inequívoca de que Isabel II, la más longeva de todas las testas coronadas, está en la residencia. También el Reloj marca otra de las grandezas del Reino Unido: el parlamento más viejo del mundo. Cuando está en sesión, una luz especial anima las esferas.

La reparación del reloj y la torre Isabel costó la friolera de casi cien millones de dólares. Se manejó como un secreto de estado y solo ahora se revela que las 3500 piezas fueron examinadas y modernizadas en la Cumbria Clock Company, en el noroeste de Inglaterra. Desmontar aquello, catalogarlo y transportarlo debió ser una tarea memorable. Antes había solo escalones para subir la torre. Las reparaciones incluyeron un elevador. Habrá que revisar las escalofriantes escenas en la película del británico Alfred Hitchcock, Los 39 escalones (The 39 Steps). La aguja mayor mide 4,3 metros de largo; la menor, 2,7. ¿Cómo evitar que los vientos torcieran el horario y minutero y forzaran el Big Ben a equivocar los tiempos? Se encontró la solución en unos pesos y contrapesos ocultos, pero cuya eficiencia ha desafiado calendarios.

La covid ha dejado en Londres secuelas permanentes. Muchos negocios cerraron o cedieron espacio a otros establecimientos comerciales. Las pantallas gigantescas que con luces multicolores de gran intensidad despliegan anuncios vistosos como recuerdo de que estamos en la cuna del capitalismo, permanecen invariables y multiplicadas en la era digital. El centro de la metrópolis británica ha vuelto a ser un hormiguero humano. Mientras camino y observo el paisaje arquitectónico, me asalta la idea de que todo es un trampantojo, que detrás se impone invariable el pretérito, que las verdades en la ficción de Charles Dickens tienen aún vigencia plena. Londres es una ciudad moderna y su secreto consiste en mantener cuidadosamente las huellas del pasado sin que entorpezcan el presente y el futuro.

Hay otra versión del portento urbanístico que reconfirmo azorado cuantas veces pateo esas calles imperiales: la opulencia sin máscaras, aunque a menudo disimulada por la indiscutible discreción inglesa adoptada por los inmigrantes ricos, o por la sutileza que corre pareja con fortunas viejas, las que vienen con apellidos de solera y mutan en herencia que trasciende lo material. ¿La llamamos clase? Es inocultable, por ejemplo, en el inventario automotor. No hay marca de alta gama ausente de los barrios emblemáticos y de los parqueos delanteros de los hoteles de lujo.

Con 162 años midiendo el tiempo, el ícono del Londres inmemorial necesitaba pausar. Bienvenido el silencio porque ahora le sigue un sonido renovado, un acomodamiento a nuevos aires. En sus días de los siglos XIX y XX, la nota sol de la campana mayor se escuchaba diez kilómetros a la redonda. La megalópolis se ha vuelto ruidosa y habría que estar en la vecindad del Palacio de Westminster para advertir los tonos melodiosos que cada 15 minutos les marcan el compás a las horas.

¿Cuál sería el sonido de esas 13,7 toneladas de hierro fundido durante los bombardeos nazis de la Segunda Guerra Mundial, en esas horas en que tinieblas más pesadas que las de la noche oscurecían el Imperio Británico? Los bombarderos enemigos, que se guiaban por el cauce del Támesis a un costado del Reloj y del Parlamento, erraron el blanco aunque causaron daños menores. El Big Ben continuó marcando las horas más oscuras y luego las alegres del triunfo en 1945. Solo lo han volado en películas, las de Harry Potter y James Bond a la cabeza.

En mis años de vida en la capital británica hubo dos silencios breves, en 2005 y 2007. Mantenimiento menor a una obra de orfebrería cuya complejidad aún asombra y que reduce a unos pocos segundos al año el desvío de la hora exacta, la que marca el meridiano cero, llamado también de Greenwich por el nombre del barrio recostado sobre el Támesis en las afueras londinenses, y a donde se puede llegar en uno de los tantos taxis acuáticos que surcan las aguas, rescatadas hace unos años de la ignominia de la contaminación. Para mí, un hecho significativo se registró el 17 de abril del 2013, cuando las campanas enmudecieron durante el sepelio de Margaret Thatcher, la ya legendaria estadista que transformó el mapa político británico.

No oculto mi parcialidad y emoción cuando me refiero a Londres, ciudad mágica, ciudad de contrastes. Torbellino urbano en el que el refinamiento encuentra

expresión en las salas de conciertos, en las tantas galerías de arte e incontables cocinas que atestiguan la diversidad. Capital imperial de un pasado tormentoso, escenario de conmociones sociales cuyas horas de dolor se le escaparon al carillón del Big Ben, y a la que fluyeron sin cesar las riquezas provenientes de las antiguas colonias y el tráfico cruel de esclavos, por años monopolio inglés. Los aires libertarios soplan allí todo el año, al margen de las estaciones. El bullicio político deja incólume el sello de la gran democracia que se adelantó a los tiempos al acunar el Estado benefactor, y pulir así las asperezas del capitalismo al que incluso Carlos Marx le reconoció energías revolucionarias. Permanecerá siempre como el espacio liberal donde germinaron los derechos humanos y se puso límite al poder monárquico.

Poco importa el castigo del estío infernal impuesto por el cambio climático: retornar a Londres, arbiter elegantiarum, con el Big Ben nuevamente amo del tiempo, dobla como campanada de regocijo.

El Big Ben brilla con renovado esplendor al lado del Palacio de Westminster, sede del poder legislativo. Al interrumpirse su arbitraje del tiempo, su majestuosidad estuvo encarcelada desde el 2018 entre andamios enormes. Era una visión desalentadora, un déficit en la miríada de ofertas que tiene Londres para el visitante, no importa de cuál rincón del mundo proceda


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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.