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Confesiones de un ignorante

Más que buscar vida extraterrestre, deberíamos encontrarnos nosotros mismos

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Confesiones de un ignorante

Traté en vano de compartir el entusiasmo mundial y sumarme presto al arrobamiento colectivo ante las fotos logradas por el telescopio espacial James Webb. En mi ignorancia supina había pasado por alto que catorce países se habían unido en el 2021, diez mil millones de dólares en mano, a la Agencia Espacial Europea, la Agencia Espacial Canadiense y la NASA. Objetivo:  reemplazar  los ya cansados ojos extraterrestres  Hubble y Spitzer por este prodigioso artefacto,  excavador de las profundidades del universo para extraer imágenes de colorido y dimensión impresionantes.

¿James Webb?  Conocía por ese nombre al compositor norteamericano de canciones que aún escucho con embeleso:  By the time I Get to Phoenix, Up, Up and Away y la celebérrima MacArthur Park, para mí una revelación de cuatro secciones o movimientos en la voz del actor irlandés Richard Harris, en 1968, y que revolucionara Donna Summer exactamente diez años después. Este Webb era otro, nada que ver con la internet ni la música, sino con el desarrollo inicial de la NASA pese a no ser un científico y haberse graduado en Letras. Arte y ciencia hermanados.

Me dejaron tal cual las bombásticas declaraciones de Bill Nelson, el jefe de las aventuras espaciales norteamericanas: “Estas imágenes, incluida la vista infrarroja más profunda de nuestro universo que jamás se haya tomado, nos muestran que el Webb nos ayudará a descubrir las respuestas a preguntas que aún ni siquiera nos planteamos; preguntas que nos ayudarán a comprender mejor nuestro universo y el lugar de la humanidad en él”. Como en el conflicto en Ucrania, los europeos siguieron a los Estados Unidos y la contraparte en el otro costado de la civilización occidental, Günther Hasinger, lanzó también un misil verbal: “Este es el comienzo de una nueva era para observar el Universo y hacer emocionantes descubrimientos científicos”.

Aunque palurdo y a veces pazguato, no lo suficiente para ignorar la cortedad de la visión humana. El mosquito nos gana y puede, al igual que el telescopio James Webb, ver la radiación infrarroja. Nuestras limitaciones inconmensurables nos impiden captar numerosas señales a nuestro alrededor, y no solo el despiadado deterioro del medio ambiente y su secuela, el cambio climático. Podemos sentir, pero no ver, la irradiación del calor humano, y quizás sea esa la razón de que gastemos tanta plata para descubrir lo que está totalmente fuera de nuestro alcance y, de paso, ignorar lo que tenemos justamente al lado. Por algo el hombre habla y comunica lo que piensa, pero tropieza dos veces con la misma piedra.

Con los años me ha sobrevenido una aversión sofocante contra los debates bizantinos a que convoca la cotidianidad y que de antemano destierran cualquier atisbo de sensatez. A veces el cinismo dobla como escudo frente a la manifiesta necedad que abunda en el colectivo. Lo mismo protege del que se cree sabio como del impostor munido del arma religiosa para imponer teorías y normas que menoscaban la libertad, ese bien cuyo descubrimiento y disfrute va más allá de las estaciones espaciales. En la misma línea inscribo esos esfuerzos baladíes que consumen recursos sin cesar y cuyos resultados, de haberlos, poco cambiarían el mundo tal como lo conocemos. En modo alguno planteo marginar la necesaria curiosidad humana y el ensanchamiento del conocimiento por vías de la ciencia, la exploración y la disminución de lo ignoto. Mi apuesta va por el uso oportuno de la capacidad, recursos e ingenuidad del hombre en función de necesidades sociales y materiales que aseguren una mejor calidad de vida, mayor igualdad y un ejercicio ciudadano en consonancia con los tiempos.

Otro cantar es aquel de quienes no se arredran, sin embargo, ante una revolución del conocimiento y la ciencia que en nada abona sus creencias. Mantienen programas de radio, podcasts, protagonizan documentales y eventos, como las “quedadas” que de cuando en vez organizan en España para “los amantes de lo desconocido” quienes, telescopios anclados en el suelo para la ficción, otean los cielos a ver si tropiezan con algún ovni. Hasta los hay que hablan de secuestro y permanencia en naves espaciales de propulsión poderosa. Menos mal que nadie ha testimoniado la exigencia del pago de rescate; tampoco maltrato, tortura, abdicación forzada de creencias o adhesión por medios violentos a filosofía política alguna. Al menos hay diferencias cualitativas importantes con los terrestres. Pena que se queden en el campo de lo inverosímil.

Confirmados, sin embargo, los esfuerzos serios para determinar si hay vida más allá de la Tierra. Como justificativo, lo infinito del universo; ergo, la impertinencia de pensar que solo nosotros, meros terrestres, lo habitemos. Curioso que ese argumento que echa por tierra el etnocentrismo no repare en la osadía de buscar civilizaciones que, de existir, nos han ignorado. O que son tan primitivas como nosotros y de ahí la carencia de medios para descubrirnos mutuamente. Vigente la llamada “Paradoja de Fermi”: si el Universo es propicio para la vida inteligente, ¿dónde están todos?

Las contradicciones surgen a montones. Por el lado de la oportunidad y de la pertinencia. Tanta ignorancia sobre nosotros mismos, sobre nuestro mundo y cómo preservarlo; empero, se consume un potosí en determinar si en Marte hay agua cuando millones de seres humanos no tienen acceso a ese bien vital o lo consumen contaminado. Tecnología de punta y presupuestos multimillonarios para traer muestras desde el espacio lejano. Mas el desierto se come tierras fértiles y en el vecino Haití, por ejemplo, la erosión del suelo y la precariedad de la capa vegetal condenan miles a la pobreza. Los hielos de los extremos polares se derriten, suben las temperaturas y los fenómenos atmosféricos son cada vez más feroces. Los científicos no logran ponerse de acuerdo si se debe al cambio climático, pese a las evidencias del calentamiento de las masas de agua que bordean los polos helados.

La covid puso al mundo de rodillas. Murieron millones y aún sufrimos las consecuencias del desastre económico y social provocado por la pandemia. Ciertamente se lograron vacunas eficaces en tiempo récord, mas no que el remedio llegase sin dilación a los contornos pobres, mucho más cercanos que esos sinfines  espaciales, galaxias y hoyos negros que fotografía y transmite a tierra la James Webb. Hay otro hoyo negro llamado África, del que brotan millares y millares de refugiados económicos que por su miseria se arriesgan a ahogarse en el Mediterráneo o perecer en los arenales del Sahara. 

Esos trozos lunares o marcianos requieren de laboratorios sofisticados para el análisis correspondiente. En contraposición, no hay cura para enfermedades simples y a diario mueren niños por enfermedades más fáciles de erradicar que poner un hombre en el espacio o insistir en el empeño incierto de buscar vida en el más allá cuando permitimos que se pierda, sin inmutarnos, en el acá. Me asalta la duda de si el propósito alegadamente científico de encontrar otras existencias no esconde verdades dolorosas por demás. Por ejemplo, fines expansionistas o una modalidad nueva de imponer supremacía. Quizás somos demasiado feos para despertar atracción, bípedos insensatos con orificios en la cara y dos alas minúsculas que llamamos orejas, incapaces de sobrevivir unos minutos sin la gratuidad del oxígeno que la naturaleza, a la que nos empeñamos en destruir,  proporciona en abundancia.

Culpa de mi ignorancia y de la estivación, sigo convencido de que encontrarnos con nosotros mismos es más productivo que buscar otras vidas. Más que las fotos del telescopio James Webb, me entusiasma el enigma de Turandot, en la ópera de Puccini, centrado exclusivamente en el hombre. No cesa mi recreación por la pregunta de la oriental autoritaria a sus amantes prospectivos, entre ellos Calaf, sobre el fantasma que cada noche nace de nuevo en el hombre y cada día muere. La respuesta conlleva una carga de una lógica y profundidad que escapan a muchos de nosotros, mortales despreocupados por sus pares y, no obstante, empecinados en descubrir otras vidas: la esperanza.

adecarod@aol.com

Con los años me ha sobrevenido una aversión sofocante contra los debates bizantinos a que convoca la cotidianidad y que de antemano destierran cualquier atisbo de sensatez. A veces el cinismo dobla como escudo frente a la manifiesta necedad que abunda en el colectivo. Lo mismo protege del que se cree sabio como del impostor munido del arma religiosa para imponer teorías y normas que menoscaban la libertad, ese bien cuyo descubrimiento y disfrute va más allá de las estaciones espaciales.

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.