Sorbetes y Gelatos
La historia del helado en República Dominicana
Una de las mayores delicias gastronómicas, máxime cuando se padecen agobiantes temperaturas como las actuales, es disfrutar de un helado. Exquisitez que enloquece a los niños, refresca a los adultos y enternece a los viejitos vía el paladar al recordarles que alguna vez fueron niños. El campanilleo de los carritos de helados Cremita –que anunciaba en los 50 las sabrosas paletas de crema láctea revestidas de chocolate o naranja y las mellizas de agua en versión frambuesa, uva o naranja-, tuvo réplica más tarde en los triciclos de Polo que avisaban a la chiquillada que las paletas bombón, súper bombón y sándwich estaban en la calle. Frigor, que surgió en los 60, circuló en los 80 con un camioncito musical que atraía la atención con tonadas de la banda sonora del filme The Sound of Music. Mis hijos Laura y José Manuel se disparaban como resortes al escuchar la melodía.
En mi cultura heladera Cremita fue un hito: simbolizaba el helado que iba a la puerta de la casa, que esperaba a la salida del colegio, que coronaba el show dominical de Buche y Nelly en la rotonda del Parque Zoológico y Botánico. El remate obligado de un paseo por el Malecón. Marca del innovador cremoso taste freeze tirado a máquina en vasitos de waflera, accesible en el local de Independencia con Carreras –remedo del gift a los visitantes en el pabellón americano en la Feria de la Paz. Tras la función dominical de matinée, llevado de la mano de Fefita, se nos abrían dos opciones: las sabrosas copas de mantecado del Bar América acompañadas con crujientes tostadas de bizcocho o la amplia gama de sabores frutales de Los Imperiales. Sorbetes de uva de playa, coco con pasas, tamarindo, más los cremosos de bizcocho y chocolate, mis favoritos, servidos en copas heladeras o en una rica barquilla artesanal de crocante oblea.
Un verdadero acontecimiento en Ciudad Trujillo fue la apertura a finales de los 50 de la Heladería Capri de Mario Autore, quien introdujo la sofisticada artesanía italiana en la elaboración de este manjar. Gelatos de pistacho, avellana, café Mocha, se ofrecían junto a combinaciones tentadoras de ice cream: Peach Melba, Banana Split, Copa Capri (surtido de cilíndricos sabores), Sundae de piña y fresa. La Cassata siciliana de varias capas. Y los cubos Motta. Dominando la entrada, una elegante dama italiana, siempre enguantada de negro con brazo de fina obra en encaje, daba un toque misterioso a lo Expreso de Oriente al local de la Nouel. Era la Diva del cine italiano Doris Duranti (1917/95), con más de 40 filmes, asentada en el país. A pocos pasos, Meng el chino –un verdadero rey de la ciruela pasa si nos atenemos a sus excelentes pasteles- servía a los habitués helados de esta sabrosa pasta, igual de fresa, chocolate y mantecado.
A nivel casero hacíamos helado de leche con vainilla y maicena como cuajante, en una sorbetera americana de cubo de madera y cilindro de hierro colado, rodeado de hielo y sal en grano, dando mucha manigueta. Fefita preparaba helados en cuadritos fabricados en el molde de hielo de la nevera: frambuesa, tamarindo, guanábana, jagua, chocolate o coco. Opción que dio paso a microempresas familiares barriales como medio de financiación de las nuevas neveras que se adquirían a crédito. Como lo hicieron en San Carlos Venecia de Polanco y Aurora Piantini, quienes pagaron su Kelvinator con la venta de helados en cuadritos que despachaban por un chele a los sedientos alumnos de la contigua Escuela Brasil.
Entre 1966 y 1971 residí en Chile. Heladero al fin, frecuenté los Café Paula y Naturista, en los que se servían suculentas ensaladas de frutas frescas de estación con bolas de ice cream al gusto. La chirimoya -un manjar escaso que conocí en los patios frutales de San Carlos- era la base del mejor helado que elaboraban los chilenos. Destacables los de frutilla, damasco, durazno y guinda, texturas repletas de fragancias que apuntalaban el amor de juventud.
Al regresar en los 70 volví a los viejos lugares. En la Heladería Capri funcionó una peña nocturna de profesores de la UASD a la cual asistía casi a diario, trasladada luego al Bar América y después a Los Imperiales. Sus integrantes fueron calificados por el ingenioso jurista Jottin Cury, a la sazón rector de la UASD, como "los come helados de los Capri". El giro peyorativo, antes que mortificar, reafirmó al grupo en su vocación. Por aquel entonces surgieron en la Duarte los helados Rex, que aprovecharon al máximo las frutas tropicales para extraerles sus apetitosas propiedades: guayaba, guanábana, níspero, tamarindo, piña, coco, chinola. Amalgamadas generaban la macedonia. Acudíamos con Kasse Acta, Chito Henríquez, Juan Ducoudray, Guillermo Vallenilla, Dato Pagán y Freddy Agüero a tertuliar de pie, mientras el señor Pimentel, su amable propietario, nos ofrecía en degustación los nuevos sabores.
Esta alternativa de sorbetes complementaba la de Manresa, un magnífico proyecto de los jesuitas en los 80 ubicado frente a la playa de Haina que rápidamente se convirtió en obligado paseo dominical. Las familias, arremolinadas ante el puesto de despacho, se disputaban los de coco, uva de playa, bizcocho, ciruela, chocolate y maní, mi preferido por su peculiar matiz de sonero de barrio: "Maní tostado caliente/ pa´ la vieja que no tiene diente". Siendo un antiguo centro de retiro espiritual afamado por sus técnicas ignacianas para exorcizar demonios, derivó Manresa en angelical solar dedicado a la inocencia placentera, con la brizna yodada del Caribe oxigenando los bronquios. Un mejor destino. De la heladería Capri ya en manos del banilejo Zoilo Pimentel surgió Nevada, con las líneas originales de aquella, aunque con formulación más láctea y edulcorada. Luego se agregó San Remo con las modalidades italianas, que más tarde pasó a Pizzarelli.
En 1973 llegué a Moscú junto a una delegación universitaria para participar en el Congreso Mundial de la Paz. Era noviembre y el invierno moscovita castigaba con fuerza. A 10 grados bajo cero, tras hacer fila por una hora en la Plaza Roja frente a las murallas del Kremlin para visitar el Mausoleo de Lenin, nos trasladamos Kasse Acta, Emilio Cordero y yo a los Almacenes Generales del Estado –conocidos como GUM- para proveernos de abrigos más gruesos y de gorros rusos de piel (shapkas) que cubren hasta las orejas. Ya atemperados en los cálidos pasajes interiores de los GUM, nuestra vocación heladera sucumbió ante la tentación de unas atractivas y voluminosas barquillas del cremoso manjar. Frío contra frío.
Mi próximo encuentro con los helados socialistas se materializó en La Habana en 1976, cuando viajé siendo director de Investigaciones Científicas con una delegación de la UASD encabezada por su rector Hugo Tolentino, reciprocando una invitación de la U. de la Habana, cuyo rector visitó Santo Domingo. Tras un intenso programa de intercambios en centros universitarios y de investigación científica y tecnológica, el llamado se nos hizo irresistible. La revolución cubana y Fidel Castro habían convertido los helados Copellia en símbolo de calidad socialista. Alojados en el Habana Libre teníamos enfrente un parque con Copellia. Allí hicimos cola dada la gran demanda existente. La fama, harto merecida, al grado que cautivó a un Balaguer heladero, agraciado con los envíos fidelistas de cubetas de Copellia.
En los 80 el más significativo salto de calidad en la artesanía del helado lo representó Allegro Gelateria. Un ingenioso concepto de pastosos helados de frutas escogidas, desarrollado por el innovador William Read y su esposa Carla, quienes trajeron un maestro gelatero italiano. Contenedores con provocativas montañas de cremosa chinola, mango, zapote –mi selección-, níspero, ciruela, fresa, piña, limón, se mostraban ante los ojos saltones de los golosos, rindiendo tributo a la textura natural de la fruta. Generosas raciones dispuestas sobre excelente barquilla de galleta danesa. Para gustos exigentes, una variada gama de gelatos, entre ellos zuppa inglesa borracha, amaretto, avellana, Allegro. En un local fresco e impecable de colores pasteles y hermosas líneas moldeadas diseñado por la magia del arquitecto Miguel Vila.
Un hito en esta historia se llamó Bon. Empresa familiar impulsada con modestia por Alfonso Moreno Martínez en 1972, fue catapultada por los hijos hasta convertirla en industria con la más amplia red de locales. Certeros en el marketing. Fabricantes de jugos y mermeladas. En constante mutación experimental mantuvieron vivo el interés del público, como sucediera con la línea etiqueta negra: fresa Constanza, miel con melocotón, chocolate orgánico, macadamia, una nuez fomentada en Loma Quita Espuela. Meritorios, chinola, guanábana, jaspeado de guayaba, licor fresa, ron pasa. Y la paleta de naranja crema. Pero el ángel se congeló. Hoy la marca la manejan socios colombianos.
Con la liberalización comercial de los 90 llegaron nuevas marcas al mercado. Baskin Robbins con expendios propios y venta en tarros en los súper. Las paletas inglesas Wall´s movidas por Mercasid: Magnum de almendra y chocolate blanco suizo. Franquicias como Yogen Fruz. Y Häagen-Dazs arribó al país. Conocí sus delicias junto a José Moreno en Pittsburgh y en otras ciudades USA. Helados creativos de calidad superior con una pastosidad que cuaja plenamente en el paladar. En sorbete, mango con trozos de fruta, raspberry. En cream, Belgian chocolate, strawberry, rum raisin, butter pecan, pralines. Sabores que disfruté con mi querido Bebo en su local de la Lincoln.
Carrefour enriqueció la oferta heladera. De sus creme glacée, prefiero los de pistacho y praliné. En sorbet el cassis con bayas es magnífico digestivo tras una comida fuerte. Menta con chocolate, frutas del bosque. A Fefita le encantaban las paletas de chocolate rellenas de pistacho. Ahora, la novedad gelatera franquiciada es Valentino, que nos vino de Málaga con Eva Luiggi, y sus deliciosos yogurts amarena, gianduia, avellana, capuccino, turrón de Alicante, limoncello. Ya desde antes y con invariable calidad, Capuccino nos cobija con sus manjares pastosos. Irrumpen Saverio Stassi, los helados argentinos Cappio, y las Paletas Bajo Cero y Morelia. Todos, a pedir de boca.
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