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La vecina y el Pacto de Minería Responsable

Cuando el rumor deja de mandar y empieza a mandar el dato

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La vecina y el Pacto de Minería Responsable
El Pacto de Minería Responsable, pensado para la minería metálica y no metálica, con una idea sencilla: convertir la desconfianza en reglas y la discusión en verificación. (ARCHIVO.)

En la esquina de la calle principal de un pueblo que olía a polvo, café colado y agua detenida en las cunetas, vivía doña Lourdes. No era alcaldesa ni jueza de paz, pero a veces mandaba más que ambos: sabía quién se casaba, quién se iba del país, quién debía en el colmado y hasta qué permiso "venía bajando" antes de que nadie lo firmara. Decía, sin pudor, que era "la memoria del barrio y la conciencia del país".

 

Una mañana, mientras tendía ropa, oyó en la radio una conversación sobre minería. Frunció el ceño, se amarró mejor la bata floreada y soltó la frase que se repite como refrán nacional cuando el tema aparece:

—Ah, la minería... esos son los que vienen, sacan y se van.

Y, aun así, se quedó escuchando.

En la emisora no hablaban de "una mina" ni de "una empresa". Hablaban de un método: el Pacto de Minería Responsable, pensado para la minería metálica y no metálica, con una idea sencilla: convertir la desconfianza en reglas y la discusión en verificación.

 

Lo primero que dijo ese Pacto —y que a doña Lourdes se le quedó pegado como una piedra en el bolsillo— fue esto:

"La minería no se gobierna con gritos; se gobierna con reglas."

Luego vino una frase aún más incómoda, porque obligaba a todos:

"El subsuelo no es de nadie en particular; es de todos. Y por eso el Estado tiene el deber de decidir con responsabilidad, la empresa el deber de cumplir, y la comunidad el derecho de participar".

Doña Lourdes dejó una sábana a medio camino.

—Mira tú... eso suena bonito —murmuró—. Pero yo quiero ver si cumple.

Al día siguiente bajó al colmado, ese parlamento pequeño donde se discute el país en voz alta.

—¿Ustedes oyeron eso del Pacto de Minería Responsable?

Pepe, que siempre llevaba un machete sin usar, se rió:

—¿Eso es lo que dice que ahora sí van a cuidar el medio ambiente?

—Eso mismo —dijo ella—. Lo raro es que no estaban vendiendo nada. Estaban explicando.

Desde una esquina, una muchacha que venía de la universidad, con una carpeta bajo el brazo, soltó la pregunta que suele romper la mesa:

—Explicar es fácil. Lo difícil es cuando el proyecto arranca y después nadie responde. ¿Quién nos asegura que no se repite la historia?

En el colmado bajó la temperatura. Porque no era una provocación: era una exigencia de seriedad.

Doña Lourdes la miró fijo:

—Eso mismo quiero yo saber. Y quiero que me lo digan mirándome a la cara.

Días después, se convocó una reunión en la escuela. Llegaron técnicos, representantes de instituciones públicas y gente del sector con cara de "esto se hace bien o no se hace". No llegaron a pedir que pensaran como ellos. Llegaron —al menos esa vez— a proponer un procedimiento.

Doña Lourdes fue la primera en sentarse adelante.

Y ahí ocurrió algo poco frecuente en este debate: en vez de empezar con promesas, empezaron con una regla.

—Ustedes no tienen que creer porque sí. Tienen que poder verificar.

Y esa verificación, si va a ser seria, empieza con tres candados: (1) una línea base antes de cualquier intervención; (2) muestreos con acompañamiento comunitario y verificación por laboratorio independiente; y (3) publicación periódica y accesible de resultados, en un tablero físico en la comunidad y en un canal digital.

Doña Lourdes alzó la mano:

—¿Y qué ganamos nosotros con eso? Porque el río... el río ya no canta como antes.

No habló en abstracto; habló como hablan los pueblos cuando ya están cansados de discursos:

—Antes uno llenaba un tanque en media hora. Ahora se tarda el doble. Cuando llueve, el agua baja "color café con leche" y se queda así días.

La muchacha de la universidad remató:

—Y cuando hay problemas, nadie sabe a quién llamar. Todo el mundo manda a otro.

En ese momento, el Pacto —si de verdad quería ser pacto— tenía que demostrar que no era un nombre bonito. Y lo hizo con una herramienta básica: claridad.

Tomaron una tiza y escribieron en la pizarra tres columnas:

Lo que se acuerda / Quién responde / Cuándo se revisa

La idea era simple y, por lo mismo, exigente: nada de promesas sin apellido; nada de compromisos sin fecha; nada de inquietudes sin ruta de respuesta.

Desde atrás se oyó el grito inevitable:

—¿Y si no cumplen?

La respuesta no vino con épica, sino con procedimiento:

—Si no se cumple, se corrige. Y si hay daño, se repara. Pero hay una regla más: si un parámetro crítico se sale de lo acordado, se activa un protocolo con tiempos. Se aplica la corrección y, si corresponde, se detiene la actividad hasta normalizar. Lo que no puede pasar es que el problema se vuelva un rumor eterno, porque el rumor no arregla el agua.

Un técnico desplegó una propuesta: puntos de muestreo del río, frecuencia de medición, resultados públicos y un comité local que acompañe el proceso. No "para aplaudir", sino para vigilar.

Y para que el "nadie sabe a quién llamar" no siga gobernando, se acordó un canal único de quejas y respuesta: un contacto visible en la comunidad, un número y un correo institucional.

Doña Lourdes miró la hoja como quien por fin ve una promesa convertida en mecanismo.

—¿Y eso se queda aquí?

—Se queda aquí. Y lo firmamos con ustedes.

Pepe, el del machete, soltó una frase que parecía chiste, pero era una victoria institucional:

—Bueno... por lo menos ya sabemos dónde escribir cuando algo no se cumpla.

La gente rió, esta vez sin veneno.

Esa noche, Doña Lourdes se sentó en su mecedora y pensó en palabras que rara vez se juntan con minería en la conversación pública: "acta", "muestra", "seguimiento", "comité".

Al otro día, en el colmado, le preguntaron qué opinaba del Pacto.

Doña Lourdes tomó su café, miró a la muchacha de la universidad y respondió:

—No sé si todo va a salir bien. Pero por primera vez no vinieron a hablar sobre nosotros. Vinieron a hablar con nosotros. Y dejaron una hoja con nombres, fechas y un compromiso: medir el agua y responder.

—¿Y si no lo hacen? —insistió la joven.

—Entonces ya no es "nadie sabe". Entonces sabemos a quién tocarle la puerta.

El rumor no cambió de golpe. Cambió como cambian las cosas serias: con la primera medición publicada, con la primera respuesta a una queja, con la primera corrección hecha a tiempo, con el primer incumplimiento asumido como problema real y no como "malentendido".

Y el pueblo empezó a decir otra frase:

—Parece que esta vez vinieron a rendir cuentas.

No es poca cosa, en un país donde tantas veces la desconfianza no nace de ideologías, sino de experiencias.

Quizá por eso el debate minero —metálico y no metálico— necesita menos consignas y más pactos verificables: reglas, datos, monitoreo público, responsables identificables y revisión periódica. En el fondo, la discusión no es "minería sí o minería no" como grito automático; es si somos capaces de construir instituciones que decidan con claridad, obliguen a cumplir y protejan a la gente con mecanismos reales.

Doña Lourdes lo entendió a su manera, con una frase final que vale más que muchos editoriales:

—Quién lo diría... lo de abajo importaba. Pero lo verdaderamente difícil era esto: aprender a escucharnos y a rendir cuentas.

TEMAS -

Director Ejecutivo, Cámara Minera Petrolera de la República Dominicana.