Nos quedan sus colores brillantes
Ada Balcácer: la luz que permanece
La muerte de Ada Balcácer cierra calladamente una época del arte dominicano. Como vivió, trabajó: con rigor, luz interior y una coherencia poco frecuente. No fue una artista del gesto grandilocuente. Más bien, una creadora de larga respiración, de obra pensada, elaborada, sostenida en el tiempo como las convicciones profundas.
Ada perteneció a una generación que entendió el arte como oficio y como responsabilidad cultural. Pintar fue una forma de conocimiento, no un pasatiempo decorativo. Su obra —marcada por el color, la síntesis y una espiritualidad laica— dialogó con lo caribeño sin caer en el folclor. Aplicó lo abstracto sin desentenderse del mundo. Dialogó con lo moderno sin renegar de la tradición.
Fue también maestra en el sentido más noble del término. Enseñó a mirar, a pensar la forma, a respetar el proceso. Dados la improvisación y el atajo imperantes, su disciplina resultó casi subversiva. Quizá por eso su legado es más sólido que visible. Está en otros, en talleres, en silencios bien aprendidos.
Ada Balcácer no necesitó explicarse demasiado. Pintó. Eso basta. Ahora su ausencia nos recuerda algo esencial, y es que el arte verdadero no busca aplauso inmediato, sino permanencia. Que la buena tinta, como la buena pintura, no se borra con el tiempo.
