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De la interpretación: confesiones de un crítico insipiente (y 5)

Y pues, según es de ver, falta muy poco para colocar el casi siempre bienvenido punto final a estas recordaciones, correré el albur de ser vilipendiado por colar de matute en los párrafos subsiguientes unas cuantas descosidas lucubraciones más en torno a las certitudes sobre las que, andando los años, fue surgiendo y definiéndose mi evangelio estético en materia de crítica.

Atento a prevenir digresiones viciosas, en los renglones con los que a continuación tropezará el lector me propondré asir al toro por los cuernos o, dicho en otras palabras, procuraré encarar el asunto sin demora y por modo frontal.

Creo haber aclarado en alguna ocasión que el suelo donde hunde raíces la crítica es el mismo sobre el que emprende su exultante periplo el discreto catador; a saber, la virtud de ser sacudido hasta los tuétanos por el misterioso semblante de las cosas hermosas; y que la piedra angular de una crítica respetable -que otra nos tiene sin cuidado- es el sentimiento, o si se prefiere, la permeabilidad, la porosidad anímica que predispone el alma a la exaltación cuando es acicateada por el espolón de la belleza. En aras de dar respaldo y sustento al dictamen que acabo de orear sobre el papel de este deteriorado cuadernillo, podría traer a colación abundantes afirmaciones de autores de irrecusable valimiento que, independientemente de cuáles fueron sus inclinaciones intelectuales y literarias, no dejaron de reflexionar, a veces a la briba y de refilón y en otras ocasiones con no escaso detenimiento y esmero, acerca de la cuestión, a no dudarlo substancial, que ahora nos ocupa.

Empero, como lo último que tengo en la mira es empedrar el presente ensayo con citas de escritores ilustres, por lo que hace al tema que tenemos entre manos, me circunscribiré a referir lo que adujera con acabada precisión y exquisita ironía el notable investigador peninsular Dámaso Alonso, que aseguraba: "No olvidemos una verdad de Pero Grullo: que las obras literarias no han sido escritas para comentaristas o críticos (aunque a veces críticos y comentaristas se crean otra cosa). Las obras literarias han sido escritas para un ser tierno, inocentísimo y profundamente interesante: "el lector". Las obras literarias no nacieron para ser estudiadas y analizadas, sino para ser leídas y directamente intuidas. Ni el Quijote se creó para los cervantistas (aunque haya algún cervantista que piense de otro modo), ni el teatro de Shakespeare para la filología alemana." Palabras rebosantes de sentido común -del que estamos al día más menesterosos que nunca- las del levantado cálamo ut supra textualmente reproducidas.

De otra parte, hasta donde alcanzo a rememorar, tuve siempre por verdad no susceptible de refutación que en la esfera de la apreciación de las creaciones artísticas juega el gusto un papel relevante del que no cabe prescindir. Y como en los dominios del gusto estamos expuestos tanto a lo bueno como a lo malo, importa error de a libra, implica desacierto que fácilmente podría comprometer la correcta interpretación de la obra enjuiciada, que el crítico se desentienda olímpicamente de asunto de tan manifiesto peso y entidad. De ahí que, desde muy temprana data, di en confiar a pie juntillas en que al autor de "Los motivos de Proteo" le asistía la razón cuando sentenciaba: "Sin cierta flexibilidad del gusto no hay buen gusto"; aserto que acto seguido matiza y elucida: "(...) temperamento de crítico es el que une al amor por una idea o una forma de arte -nervio y carácter de sus juicios- la íntima serenidad que pone un límite a los apasionamientos de ese amor." Aunque no siempre le acompañara el éxito en sus afanes de impenitente glosador, hasta donde consigo hacer memoria, nunca dio las espaldas el autor de estas líneas a tan sensata advertencia.

Por lo demás, si de algo puedo hacer cuenta es que en muy remota fecha me avecindé a la certidumbre de que no existe elemento de interpretación de mayor calado que lo que el autor dijo, su texto, sus conceptos, valores y verdades, y que es a partir de ahí y sólo de ahí que en punto a un más detallado entendimiento del aludido escrito y en la medida en que fuese oportuno convendría considerar otros factores, como el contexto económico y social. A este tenor, soy del número de los que sostienen que Leo Strauss ponía la vira de su ballesta en el mismo centro de la diana cuando del modo que sigue argumentaba: "es más seguro tratar de entender lo bajo a la luz de lo elevado que lo elevado a la luz de lo bajo. Haciendo lo segundo, necesariamente deformamos los planos superiores, mientras que haciendo lo primero no privamos al plano inferior de la libertad de revelarse cabalmente tal cual es."

Adunemos también a lo hasta ahora referido que desde los lejanos años en que comenzara a ejercer la crítica algo que de manera consistente rehuí y con lo que nunca hice migas fue el empleo de un lenguaje alambicado, muy de moda en los otrora círculos de investigadores universitarios y, tengo copia de razones para así pensarlo, en boga todavía. Enfadosa en extremo me pareció ayer y me sigue pareciendo hoy semejante forma de expresarse, y mi repudio de casi física índole a tan importuno exceso, lejos de haber amainado se acentuó con el correr del tiempo. No es otro el motivo de que acoja con beneplácito lo que al respecto acuñara el sólido pensador Edward. W. Said, para quien: "Los riesgos de emplear jerga especializada en las humanidades, tanto dentro como fuera de la universidad, son obvios: simplemente substituyen una forma de expresión prefabricada por otra." Y líneas más adelante remacha: "No hay necesidad de emplear absurdas expresiones extravagantes y rebuscadas para exhibir independencia y originalidad. El humanismo debería ser una forma de revelación, no de iluminación misteriosa o religiosa. La especialización entendida como recurso distanciador ha escapado a nuestro control, sobre todo en algunas formas de expresión académica que han acabado siendo antidemocráticas y antiintelectuales."

Hora es ya de concluir... Me refugio en el dogma (y los dogmas nunca han requerido demostración) de que la crítica, sin exceptuar aquella que acude al lenguaje más formalizado, técnico y aparentemente despojado de aliño emocional, es llana y mera interpretación. E interpretar consiste en atribuir significado a lo que nos rodea. Ahora bien, tal atribución es un proceso personal e íntimo, un quehacer que involucra la totalidad de lo que somos en cuanto individuos... Interpretamos siempre desde una perspectiva: la nuestra; y semejante perspectiva teñirá inevitablemente con el color de la personalidad y existenciales inquietudes los objetos, sucesos y fenómenos que aspiramos a tornar comprensibles.

dmaybar@yahoo.com

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