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Democracia y control constitucional

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Democracia y control constitucional

La existencia de un sistema de control constitucional de los actos de los poderes legislativo y ejecutivo por parte de órganos no electos democráticamente por el pueblo, ya sean tribunales de justicia o tribunales constitucionales, ha sido siempre una fuente de tensión en el sistema democrático. Es lo que el teórico constitucional rumano-americano Alexander Bickel, en su influyente libro The Least Dangerous Branch publicado en 1962, denominó “la dificultad contra-mayoritaria”, concepto que ha sido acogido por la doctrina constitucional en diferentes países como forma de explicar los conflictos que suelen producirse entre los órganos encargados de ejercer el control constitucional y las autoridades con legitimidad democrática para gobernar.

La cuestión fue planteada desde que se formuló por primera vez la noción de que los actos legislativos y ejecutivos debían ser sometidos a un mecanismo de control para determinar su conformidad o no con la Constitución. Cuando Alexander Hamilton planteó en 1788 que la Constitución era una norma fundamental y suprema a la cual debían someterse las demás normas jurídicas, y que, además, los jueces tenían la potestad de interpretar y hacer valer la Constitución frente a cualquier otra norma o acto de los poderes públicos, encontró inmediatamente resistencia de parte de quienes temieron que el poder judicial se erigiera en un poder superior a los órganos representativos de la voluntad popular.

Esa tensión ha sido permanente en Estados Unidos donde se reconoce que, si bien la Suprema Corte de Justicia tiene la última palabra en lo que respecta a la interpretación de las disposiciones constitucionales, existe una dinámica entre los diferentes poderes del Estado en los que cada cual está llamado a jugar su papel en el sistema de gobierno de esa nación. Ese reconocimiento de la existencia de una tensión entre el principio democrático y el carácter de intérprete último de la Constitución de la Suprema Corte ha llevado a esta a desarrollar desde la sentencia Marbury vs Madison 1803 la doctrina de la “cuestión política”, la cual establece la necesaria deferencia que debe tener la Suprema Corte respecto de los órganos de representación democrática cuando se trata de asuntos que, por su naturaleza política, no pueden ser resueltos a través de la resolución judicial.

La experiencia en Europa fue distinta, pues en esa parte del mundo occidental no se reconoció durante mucho tiempo la noción de supremacía constitucional y, mucho menos, el papel de los jueces como intérpretes de las normas jurídicas. Es famosa la expresión de Montesquieu en su gran obra El Espíritu de las Leyes escrita en 1748 de que “los jueces de la nación no son más que el instrumento que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes”. En el ámbito europeo predominó hasta las primeras décadas del siglo XX el principio de la supremacía parlamentaria y, por tanto, no hubo los conflictos entre los órganos de representación democrática y el poder judicial que se produjeron en Estados Unidos desde muy temprano en su vida republicana. Cuando Hans Kelsen concibe al Tribunal Constitucional en 1920 como un nuevo órgano fuera de los poderes tradicionales, lo denomina “legislador negativo” precisamente por entender que, así como el Parlamento legisla positivamente al aprobar las leyes, los tribunales constitucionales legislan negativamente cuando deciden declarar inconstitucional una ley y excluirla del ordenamiento jurídico.

Si bien con características propias, ambos modelos –el estadounidense y el europeo-, así como los adoptados en otros países a partir de ellos, han tenido que lidiar con la tensión entre los órganos democráticos y los poderes judiciales y/o los tribunales constitucionales como resultado del papel de estos últimos en el control constitucional. No ha habido ni habrá fórmulas perfectas para resolver esta tensión, pero sí se ha entendido la necesidad de que entre todos estos órganos y poderes haya una dinámica en que ninguno anule al otro, es decir, que ni los representantes democráticos del pueblo se coloquen al margen de un control de la constitucionalidad de sus actos ni que los órganos que ejercen esta función anulen o limiten el papel de los representantes legítimos del pueblo.

Desde esta perspectiva, se entiende que, en muchas ocasiones, especialmente cuando se trata de asuntos de naturaleza política o de cuestiones que la Constitución ha reservado a los poderes legislativo o ejecutivo, los tribunales de justicia y/o tribunales constitucionales, al tomar sus decisiones, invitan -o deben invitar- a los órganos democráticamente electos a que participen en la búsqueda de solución de esos problemas. Un ejemplo claro es la situación que se ha generado tras la sentencia 256-14 del Tribunal Constitucional dominicano sobre la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en la cual ha fallado sobre un asunto que tiene repercusiones sobre la política exterior del Estado dominicano que es competencia del Jefe de Estado. Si bien los poderes legislativo y ejecutivo están vinculados a la decisión del Tribunal Constitucional, esta no anula el papel que aquellos están llamados a jugar en la búsqueda de solución a la problemática creada por dicha sentencia a través de la deliberación política y la consecuente toma de decisión según las atribuciones constitucionales de cada uno de ellos.

Pretender excluir la participación de los poderes democráticamente electos en la búsqueda de una solución a la cuestión jurídica y política planteada por la referida sentencia no hace bien ni al propio Tribuna Constitucional, que podría ser percibido inmerecidamente como limitante de la vida democrática, ni a los órganos representativos del pueblo que devendrían en simples expectaores pasivos de una problemática de la mayor importancia para la vida de la nación.