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En contra del juego de azar

La responsabilidad del Estado ante la ludopatía

Algo hay que hacer. Porque cuando el Estado confunde regulación con complacencia, el resultado suele ser devastador. La permisividad de las autoridades frente al juego —especialmente las casas de apuestas— ha derivado en un paisaje social inquietante. Se ha normalizado las adicciones, las ruinas silenciosas y una ilusión de prosperidad que se cobra su precio en cuotas diarias.

Que no es la libertad individual, ese comodín retórico que suele agitarse cuando conviene mirar hacia otro lado. El juego legalizado, pintado como un pasatiempo inocuo, es un negocio diseñado sobre una asimetría brutal de información, tecnología y cálculo. "La banca siempre gana" no es una frase pintoresca; es la admisión descarnada de que el sistema está hecho para que el jugador pierda, lenta o rápidamente, pero pierda.

Las casas de apuestas son, en esencia, la legalización del engaño. Venden esperanza empaquetada, suerte a plazos, la fantasía de que esta vez sí.  Mientras más vulnerable es el jugador —jóvenes, desempleados, personas con ansiedad o deudas— más rentable resulta el negocio. No es casualidad que la publicidad del juego prometa éxito donde solo hay estadística.

Algo hay que hacer, sí. Porque mirar hacia otro lado también es una forma de apostar. Y estropear la ilusión de que la verdadera suerte se encuentra en el trabajo y la buena ciudadanía.

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