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Verdad y legitimidad

Dicen que la verdad murió. Que el único sobreviviente de esa entidad que antes servía para poner término a un debate o para certificar un hecho, es un ser deforme llamado la “verdad individual”: lo que yo creo y creen mis conocidos que piensan como yo.

La verdad ya no depende de los hechos concretos, sino de mi opinión sobre los hechos y del grado de confiabilidad que le otorgo, con base o sin ella, a los que establecen la verdad de un hecho. Por tanto, no confío en la Policía, en los peritos, ni en profesional alguno si lo que esa persona ha comprobado no se aviene a lo que yo pienso que “debe ser”.

Como dice Abel Pose: “Hoy los nuevos intelectuales son hombres de una pobre formación humanista, ya no más filósofos, literatos, sociólogos, historiadores. Ellos son periodistas y locutores. Comentaristas, guionistas y chimenteros. Son los que conforman la ‘gran patria locutora y escribidora’”.

Una sociedad no puede subsistir mucho tiempo sin referentes morales que basen sus apreciaciones en un concepto de verdad aceptado por todos. Si no creemos ni siquiera en los hechos, ¿qué legitimidad tiene nada?

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