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El mandato imperativo

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El mandato imperativo

La acción de amparo interpuesta ante el Tribunal Superior Electoral (TSE) por el reconocido abogado y político Ángel Lockward, de la cual desistió poco tiempo después, con el fin de obtener una decisión de dicho órgano que prohibiera al Comité Político del Partido de la Liberación Dominicana (PLD) que diera instrucciones a sus legisladores para que votaran a favor de modificar la Constitución para reintroducir la reelección presidencial, trae al debate la naturaleza y el alcance de la prohibición del mandato imperativo que establece la Constitución dominicana, la cual, en su artículo 77, numeral 4, dispone lo siguiente: “Las y los senadores y diputados no están ligados por mandato imperativo, actúan siempre con apego al sagrado deber de representación del pueblo que los eligió, ante el cual deberán rendir cuentas”. En este sentido vale preguntarse: ¿las instrucciones que emanen de un organismo superior de un partido político para que sus legisladores voten de una manera determinada en relación a un asunto sometido a debate parlamentario viola dicho mandato? ¿Es inconstitucional que un partido político defina líneas políticas a seguir colectivamente por sus legisladores? La acción planteada ante el TSE parecía sustentarse en el enfoque de que la citada disposición constitucional alcanza a los partidos políticos, de lo que se desprendería que estos estarían constitucionalmente impedidos de trazar líneas partidarias a sus legisladores.

La crítica al mandato imperativo es vieja en la teoría política. El gran Montesquieu, en su monumental obra El espíritu de las leyes, discute esta cuestión cuando se refiere a la representación política en el contexto de su análisis sobre los regímenes políticos. Con su vena liberal, este autor parte de una crítica a la forma de participación directa del pueblo en la decisión de los asuntos públicos, pero sin excluirlo del todo del proceso de toma de decisiones como ocurría en los gobiernos despóticos. Desde esta perspectiva articula la noción de representación política como parte de su teoría de la división de poderes, la cual ya estaba presente en el pensamiento de John Locke, y de su noción de “gobierno moderado” como superación tanto del absolutismo como de la democracia popular. Esto dice Montesquieu en relación a la representación política: “No es necesario que los miembros del cuerpo legislativo provengan, en general, del cuerpo de la nación, sino que conviene que, en cada lugar principal, los habitantes elijan un representante. La gran ventaja de los representantes es que tienen capacidad para discutir los asuntos. El pueblo en cambio no está preparado para esto, lo que constituye uno de los grandes inconvenientes de la democracia. Cuando los representantes han recibido de quienes lo eligieron unas instrucciones generales, no es necesario que reciban instrucciones particulares sobre cada asunto, como se practica en las dietas de Alemania”.

Este criterio ha predominado en la tradición democrática-liberal. La representación política no es equivalente a la representación en el ámbito del Derecho privado en el que el mandante le otorga poderes bien definidos al mandatario para que este actúen válidamente. Se trata, pues, de un mandato imperativo. En cambio, el mandato en la representación política tiene un carácter general y amplio, por lo que el mandatario no puede ni debe estar sometido a mandatos u órdenes vinculantes (mandato imperativo) por parte de sus mandantes (electores). De ahí que otro gran genio del diseño institucional, James Madison, señaló que el representante debía estar suficientemente cerca de sus representados para conocer sus necesidades y demandas, pero, a la vez, suficientemente lejos de ellos para poder comprender las necesidades y los intereses de la comunidad política en general. De ahí que esta visión de la representación política es anatema con la figura de la revocación del mandato fuera de los períodos electorales normales pues la misma conlleva que los representantes estén sometidos al temperamento o al sentir coyuntural de sus representados.

Está claro, pues, que los representantes no pueden estar sometidos a mandatos imperativos por parte de sus representados. Ahora bien, ¿aplica la misma regla en cuanto al funcionamiento de los partidos políticos? La respuesta es que no, pues estos están llamados precisamente a construir voluntades colectivas como base de la gobernabilidad y de lucha democrática entre diferentes fuerzas que representen diferentes ideologías o intereses. De hecho, los regímenes parlamentarios solo pueden funcionar si los partidos son disciplinados y sus parlamentarios siguen la línea partidaria, pues de lo contrario el gobierno, cuyo primer ministro emana del propio parlamento, se quedaría sin sustento político. En el régimen presidencial es un tanto distinto pues el presidente tiene legitimidad propia a través del voto popular, pero aún así se requiere que los partidos políticos tengan coherencia en su accionar legislativo pues de lo contrario reinaría el caos, la fragmentación y, en último término, la ingobernabilidad.

En Estados Unidos, cuna del régimen presidencial y país inmenso en el que los miembros del Congreso, aún del mismo partido político, traen enfoques e intereses muy diversos según su lugar de origen, opera con bastante frecuencia la “línea partidaria” en los procesos legislativos. Ningún republicano, por ejemplo, votó a favor de la reforma de la salud pública que llevó a cabo el presidente Obama con el apoyo exclusivo de su partido. Por eso es inconcebible que un tribunal pueda dictarle una orden a un organismo de un partido político para que el mismo no defina una línea partidaria respecto de un asunto, sea constitucional o no, que se vaya a debatir en las cámaras legislativas.

Por supuesto, el representante tiene que tener garantías constitucionales en caso de que decida no seguir la línea partidaria por razones de conveniencia política, convicción ideológica o moral, o por los reclamos de sus representados. Si como resultado de no seguir la línea partidaria es expulsado de su partido o renuncia del mismo, este representante mantiene su curul hasta que se someta de nuevo al escrutinio del electorado. De otro modo se encontraría –igual de pernicioso- en la otra cara del mandato imperativo: sin independencia alguna ante los dictados de las estructuras de poder partidario.