¿Quién politiza la justicia?
No hay que ser perspicaz para saber el trasfondo que le da vigencia al lawfare en nuestro patio.
En sociedades con pobres rendimientos conceptuales se tiende a coleccionar, por puro esnobismo, los aforismos que quedan de propuestas novedosas de pensamiento, esas que aparecen generalmente en bestsellers. Estas ideas, condensadas en títulos, se repiten con tanta insistencia que no duran mucho para convertirse en clichés o “verdades cansadas”. Puedo mencionar algunas que perdieron su brillo original por el recurrente uso dado en los discursos o en las conversaciones seudoacadémicas: “sociedad líquida”, “civilización del espectáculo”, “posverdad”, “resiliencia”, “populismo penal”, entre otras no menos gastadas.
Hace cierto tiempo y por razones sintomáticas nos distraemos con la manipulación de un concepto cuya repetición aniquiló su vigencia y contenido esencial en algunos países de América Latina, como Brasil, Argentina, Perú y Ecuador. Lula, Cristina, Correa y otros experseguidos judicialmente lo pontificaron. Se trata de la “judicialización de la política” o su versión inversa: “La politización de la justicia”. Ahora es cuando ese cliché empieza a ganar ventas en nuestros bazares. La temporada promete ser larga, considerando las circunstancias que lo han prohijado.
He visto y escuchado cómo algunos dirigentes políticos ya lo ensayan frente a las cámaras; otros, más osados, se aventuran a invocar, con estropeada pronunciación, el neologismo equivalente en inglés: lawfare. Esta expresión es una contracción de las palabras law (ley) y warfare (guerra) y alude a una “guerra judicial”. Su paternidad se le atribuye a los australianos John Carlson y Neville Thomas Yeomans, quienes lo usaron en un ensayo de 1975 titulado “Whither Goeth the Law: Humanity or Barbarity” y desarrollado más sustantivamente por Charles J. Dunlap Jr. en un trabajo del año 2001 para el Harvard’s Carr Center. La acepción más socorrida se refiere al uso del Poder Judicial como sujeto partidario para bloquear, trabar o impedir la carrera política de un opositor. En palabras simples: hacer guerra política a través de los tribunales.
No hay que ser perspicaz para saber el trasfondo que le da vigencia al lawfare en nuestro patio. Es el papel de celofán con el que algunos quieren envolver la crítica academicista a los procesos judiciales en contra de algunos exfuncionarios del pasado gobierno. Nada diferente al mismo contexto que agotó su uso en otros países de América Latina. Ya el PLD en un comunicado de defensa se estrenó con el vocablo. Los jóvenes dirigentes empiezan a teorizar con sus aplicaciones.
No quiero ni voy a ser prisionero de la “guerra semántica” que suele crear la discusión sobre el lawfare: de si hay judicialización de la política o politización de la justicia. Es un aburrido juego de malabarismo retórico.
Pese a todo, aquí hay un evento concreto: el Ministerio Público ha emprendido investigaciones en contra de gente que manejó recursos públicos, empezó por exfuncionarios del pasado gobierno. Lejos de indignar, este hecho debiera alentar esperanzas, después de una historia de complicidades, dejadeces y omisiones. Y lo está logrando.
Estas acciones no son ni serán apoyadas por quienes resultan afectados. Eso es natural. Lo que no es aceptable es que un partido político se involucre en su despectiva valoración. No es su rol, no es su competencia, no es de su incumbencia. Lo peor: para hacerlo, no apela a la “sana crítica” para apreciar objetivamente las bases probatorias y la fortaleza o no de la acusación, sino a especular sobre las presuntas intenciones que animan al Ministerio Público. Eso sí es política.
Un partido que respete su espacio institucional marca tempranamente las responsabilidades. Los hechos imputados a los investigados no deben comprometerlo ni su suerte arrastrarlo. El PLD no es Danilo Medina ni es propiedad de los Medina Sánchez. Quiérase o no, es un instrumento de acción política de muchos dominicanos. Los procesos judiciales son individuales por actos personales: que respondan los imputados y hablen sus abogados. El PLD tampoco es su dirigencia. Su gesto más prudente es separarse y su mejor actitud abstenerse. No es su lucha, no es su causa, no es su juego. Acatar inteligentemente las consecuencias políticas de estos eventos debe ser de atención en su agenda de revisión.
El PLD fue electoralmente derrotado, pero no está judicialmente acusado. Lejos de abrazar una causa ajena y dejar que la justicia determine las responsabilidades, esa organización debiera estar en un proceso intensivo de retrospección que le abra ventanas para renovar sus estructuras, revisar sus prácticas y modelos éticos, redefinir sus trazos estratégicos, promover liderazgos y hallar una identidad ideológica. Victimizar a los Medina Sánchez es una elección estratégicamente perdida. Desacreditar al Ministerio Público es arma de doble filo.
La alta dirigencia de esa organización, lejos de imputar al Gobierno “usar” al Ministerio Público para “destruir su legado”, debiera cuestionarse sobre por qué perdió ese “legado” en la estima de los dominicanos. Es insólito que todavía, al día de hoy, un solo dirigente, uno solo, no haya admitido la corrupción que se instaló en sus gobiernos. Creo que el mejor discurso que pudiera acreditar a cualquier precandidato por ese partido es marcar la distancia y, si tiene las cuentas claras, evitar que el partido sea “usado” como escudo de indemnidad a favor de exfuncionarios y personas vinculadas a dirigentes, sin considerar su nombre y jerarquía. Le puedo excusar el temor a esa defección a cansadas figuras del PLD o a precandidatos que se sienten amenazados porque su paso por la Administración los mantiene atados a la culpa, pero no a jóvenes dirigentes que tienen un futuro más inmenso que su lealtad a un viejo líder al que lo único que le redime del ocaso es el recuerdo de haber sido presidente. Y hasta esa memoria empieza a avergonzar.
Pero donde la victimización política se hace perversa es en la decisión de diputados del PLD de retirarse del hemiciclo con la amenaza de no regresar sin tocan al expresidente Danilo Medina. Aparte de ser un inculto chantaje, esa acción revela la pérdida de cualquier sentido de institucionalidad. Se supone que los legisladores representan los intereses de sus electores y antes de miembros o dirigentes de un partido son delegados de sus jurisdicciones. Desertar de su trabajo por causas individuales o de terceros es felonía. Eso sí es politizar la justicia. Nada más equivocado.
Creo que al lawfare como excusa, argumento o poesía política le esperan muchos paseos por las pasarelas retóricas, y no dudo de que antes de que termine el año que apenas empieza en dos días cansará más que el famoso “caiga quien caiga” aquel…