A Colombia siempre, a pesar de Avianca
Es grato visitar Colombia pese al trato descomedido de Avianca
Visitar Colombia ha sido siempre una experiencia placentera al punto que, tras cada viaje, quedan la certeza y las ganas de regresar. Así ha sido desde la primera vez que estuve en Bogotá, cumpliendo compromisos académicos en la facultad de derecho de la Universidad de los Andes, hará cuestión de 13 años.
Las razones de ese afecto son de diversa índole, pero destacan esencialmente cuatro. La primera es académica y profesional. Se expresa en mi gran admiración por la riqueza y profundidad del debate jurídico, en el respeto por la portentosa labor editorial que en el área del derecho público se lleva a cabo desde la academia, o en el deleite casi infantil por la cantidad de opciones para hurgar entre incunables que ofrecen las “librerías de viejo” de sus principales ciudades. Especial mención amerita la profunda admiración por la icónica labor jurisprudencial que desde su establecimiento, con la reforma constitucional de 1991, ha venido desempeñando la Corte Constitucional colombiana.
La segunda razón, aunque relacionada con lo académico, es más bien personal. Tiene que ver con el privilegio que ha supuesto la amistad cercana con algunos de los juristas que más admiro y he admirado en el ejercicio de mi oficio, entre los que destacan el insigne Maestro Don Carlos Gaviria Díaz (que tuvo la fina cortesía de excusarse porque no alcanzó a llegar al almuerzo que teníamos pautado para la 1:30 p.m. del día 15 de marzo de 2015: ya había sido ingresado en una sala de cuidados intensivos de la que no saldría con vida) y el Profesor Rodolfo Arango Rivadeneira, hoy Magistrado de la Jurisdicción Especial para la Paz.
La tercera razón tiene que ver con la índole de su gente. Sea en la Costa Caribe o en El Quindío, en Bogotá o en Medellín, en Bucaramanga, en una mesa de trabajo entre profesores de Derecho Constitucional, o en una exquisita sobremesa en la casa de la familia Sotelo-Ríos en Armenia, la amabilidad de trato, la cercanía y el afectivo respeto, son rasgos colombianos que actúan como una suerte de espejo de lo que todavía sigue siendo la buena gente de nuestro país.
La cuarta razón es la profunda admiración hacia una sociedad que, como la colombiana, ha logrado sobreponerse a más de 50 años de guerra, al narcoterrorismo, la industria del secuestro y a las formas más cruentas de violencia social y política para, en medio de todos los desafíos que todavía tiene por encima, dar un paso al frente en el camino de la paz.
Basta visitar la Comuna 13 de Medellín, que pasó de ser el epicentro de la violencia en la ciudad más violenta e insegura del planeta, a un inmenso y colorido mural en el que tienen cabida todas las manifestaciones del arte, y donde propios y extraños se entrecruzan, subiendo o bajando las escaleras eléctricas al aire libre, respirando el mismo aire de festiva confianza y seguridad que la buena voluntad de tantos colombianos han hecho posible.
Es por eso que cuando, al atardecer del pasado 6 de enero, regresaba junto a mi familia de mi última estadía en Colombia, tuve la misma nostalgia anticipada por el regreso a ese hermoso país. Y ello muy a pesar de la pésima experiencia que nos hizo pasar Aerolíneas del Continente Americano (Avianca) con un incidente que, pese a lo desconcertante, no logró empañar la maravilla del viaje.
Me permito contarlo porque en ninguna compañía de servicios esas cosas deben suceder. Cuando el día 2 de enero volamos (éramos 12 personas) de Bogotá a Armenia, en el llamado eje cafetalero, nos dimos cuenta que la maleta de mi esposa, Carmen Amaro Bergés, no había llegado. El primer desconcierto nos lo llevamos cuando, al regresar al aeropuerto de Armenia -una vez nos percatamos del equipaje faltante-, nos informaron que no podían recibirnos la reclamación porque la maleta no había llegado. Al día siguiente, 3 de enero, se completó un formulario de reclamación en línea con indicación detallada de las circunstancias del extravío y un detalle del tipo de maleta, así como de su contenido.
Desde el día de la reclamación (3 de enero), hasta la fecha en que se publica este artículo, han transcurrido 9 días y, salvo la respuesta automática de recepción de la reclamación, con el acuse de recibo y la asignación del número de caso (220103000868) Avianca no ha sido capaz de dar una respuesta. Esto a pesar de que, de vuelta en Bogotá, el día 6 de enero, es decir, tres días después de la reclamación en línea, fuimos personalmente a la oficina de Avianca en el aeropuerto El Dorado, en un vano intento por tener noticias del equipaje. La respuesta de la funcionaria de Avianca en esta oficina se limitó a llamar la atención sobre el hecho de que no se había presentado el reclamo en Armenia, pese a que al aeropuerto de Armenia fuimos tres personas a requerir el equipaje y nos negaron la recepción del reclamo alegando que el mismo no había llegado.
Esta no es solo una cuestión sobre la pérdida de un equipaje, o el valor de su contenido, que también lo es. Se trata de algo mucho más serio. Es una cuestión de decencia, y de un mínimo de consideración que merecen los usuarios de una línea aérea de prestigio internacional como Avianca. Sea que el equipaje aparezca o no (esa es una cuestión que tiene sus canales jurídicos de tramitación), lo mínimo que una persona que se aprecie espera es algo tan sencillo como una respuesta. No un dilatado silencio que, hoy, ya va por 9 días.
El título original de este artículo iba a ser “A Colombia siempre.” Lo pensé en sus detalles en la librería Palinuro, una espléndida “Casa de libros leídos” que junto a Luis Alberto Arango fundó el escritor antioqueño Héctor Abad Faciolince, hace ya 19 años, como un inmenso y merecido tributo a lo mejor de ese hermano país. Avianca se encargó de lo demás.

Cristóbal Rodríguez Gómez