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Más que arena y sol

La Semana Mayor abandonó su viejo espíritu contemplativo

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Más que arena y sol

Probablemente este artículo no llegue a la vista de quienes leen habitualmente el diario. Sale un jueves santo y la mayoría estará en “descanso”. Sí, las comillas son intencionales, porque la llamada Semana Mayor abandonó su viejo espíritu contemplativo y devino en un asueto de cuantiosos excesos. 

La observancia religiosa que una vez impuso la tradición parece ser historia.  De esta conmemoración solo pervive el apelativo como “santo pretexto” para unas cortas vacaciones. No me motiva hacer valoraciones cuando comprometen conductas ajenas. Además, las peroratas en contra de las irreverencias religiosas suelen fastidiar. Cada quién sabrá interpretar y aplicar su sentido. La espiritualidad es la expresión más personal de todas las humanas. De esta fecha religiosa queda al menos un grandioso motivo para la memoria.

Seamos creyentes, ateos o agnósticos, la muerte de Jesús, como evento histórico o espiritual, según se crea, siempre será una pertinente razón para “ocuparnos del espíritu”.  Y cuando hablo del espíritu no aludo al sentido teológico del concepto (que lo distingue del alma). Sugiero la naturaleza no material de la humanidad. Aquello que los griegos llamaron alma (energía o aire para la Escuela de Mileto, armonía para Pitágoras, sustancia inmaterial para Aristóteles y principio inmortal de vida para Platón). Eso que los cristianos del siglo I asumieron como el ser interior (psique), asiento del raciocinio, la voluntad y las emociones. Esto así porque somos más que instinto, sentidos o subsistencia. Somos seres armoniosamente integrales, con vocaciones eminentes nacidas de nuestra regencia en el planeta. Tenemos orden racional, conciencia moral, sensibilidad emocional y capacidad volitiva. Somos, inclusive, más que la suma de todas esas dimensiones. Cada uno es una experiencia en plena y dinámica construcción. 

“Ocuparnos del espíritu” es sustentar las carencias profundas del ser. Esas que no pueden ser suplidas por las provisiones materiales o por la “buena vida” como filosofía panfletaria del hedo- nismo contemporáneo, porque responden a planos elevados de conciencia y realización. Las que nos confrontan con identidades y expectaciones trascendentes. Tales insuficiencias, complejas y hondas, se sitúan más allá de las satisfacciones perentorias del bienestar material. Tienen que ver con el sentido de la vida, la armonía con nosotros, la búsqueda de la verdad y la felicidad. Esas carencias se ahondan en una civilización decadente que ha perdido importantes resortes de compensación. 

Occidente vive el momento más distante de tales atenciones. Mientras se descorcha con petardos el triunfo del capitalismo global, y la democracia liberal, al decir de Francis Fukuyama, le pone fin a la historia como modelo de organización colectiva, crecen las ansiedades y los vacíos por las enajenaciones que arrastra un sistema desigual, liviano e individual de convivencia. 

Las generaciones de hoy están concentradas en las distracciones, ocupadas en ser visibles dentro un colectivo cada vez más diverso o en eliminar las inseguridades de la vida material.  El éxito es obcecación de vida. El mercado impone valores, modelos, tendencias y comportamientos. El consumo distingue y los bienes escalan. La vida productiva absorbe cualquier otra realización. El trabajo es una nueva forma de escape o dominación y el bienestar se afirma como ideología de un sistema de especulación, ostentación y renta. Nos alejamos de nosotros y en el trayecto perdimos las coordenadas.  

Hoy más que nunca cobra fuerza, vigencia y pertinencia esta parábola de Jesús: “Entonces les contó esta parábola: El terreno de un hombre rico le produjo una buena cosecha. Así que se puso a pensar: ¿Qué voy a hacer? No tengo dónde almacenar mi cosecha. Por fin dijo: Ya sé lo que voy a hacer: derribaré mis graneros y construiré otros más grandes, donde pueda almacenar todo mi grano y mis bienes.  Y diré: Alma mía, ya tienes bastantes cosas buenas guardadas para muchos años. Descansa, come, bebe y goza de la vida. Pero Dios le dijo: ¡Necio! Esta misma noche te van a reclamar la vida. ¿Y quién se quedará con lo que has acumulado? Así le sucede al que acumula riquezas para sí mismo, en vez de ser rico delante de Dios” (Lucas 12: 16-21). 

Creo que debemos rescatar la espiritualidad individual para repensar la colectiva. Volver a los adentros con actitud de trascendencia. Nuestra verdadera crisis es de auto compromiso.  Necesitamos el individualismo, sí, pero como reencuentro reflexivo para iluminar la convivencia solidaria.  Recuerdo este fragmento de uno de los discursos de Václav Havel: “Vivimos en un entorno moral contaminado. Nuestra moral enfermó porque nos habíamos acostumbrado a expresar algo diferente de lo que pensábamos. Aprendimos a no creer en nada, a hacer caso omiso de los demás, a preocuparnos sólo por nosotros mismos. Conceptos como amor, amistad, compasión, humildad o perdón perdieron su profundidad y sus dimensiones, y para muchos de nosotros pasaron a representar tan sólo singularidades psicológicas”. (Discursos políticos 1995, Václav Havel).

Pero necesitamos del silencio interior. El bullicio de la sociedad metálica nos ensordece, distrae y banaliza.  Es moda, corriente, boga y marca. La sonoridad del espectáculo, el ruido de la fama y el brillo de la ostentación son alicientes para mundo tan frágil como evasivo.  Esta ocasión podrá ser un disimulado motivo para bajar el volumen de la vida y abrir un espacio a la meditación constructiva, más allá de la arena, el sol o la montaña. 

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Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.