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Como si fuera un prólogo

Texto de presentación del poemario de Guillermo E. Sterling, Hologramas

En un breve diálogo platónico se defiende la idea de la inspiración divina como fuente de la poesía y de la interpretación que de ésta hacían los rapsodos. La poesía, se sostiene allí, no es un saber que se aprende, como una técnica o un oficio. Una y otro requieren inteligencia y raciocinio. Pero el poeta, esa “cosa leve, alada y sagrada” no está en condiciones de poetizar “antes de que esté endiosado, demente, y no habite ya más en él la inteligencia.” 

Sea que se trate o no de un don de los dioses, la experiencia poética se encuentra en el origen mismo de la aventura civilizatoria que, en el mundo occidental, empieza con los veintisiete mil hexámetros de la Ilíada y la Odisea. Y mucho antes. Se cuenta que su ritmo y su cadencia fueron un hecho decisivo para la preservación de las tradiciones culturales más remotas de que se tenga memoria, antes de que aparecieran las más rudimentarias formas de la escritura. 

Así ha acompañado a la especie en su lento trajinar de la caverna al rascacielos, de la tribu a la nación, del nomadismo a la agricultura, como una experiencia singular en la forja de su identidad. 

La audacia del poema

La poesía es una experiencia cotidiana, que crea el mundo y lo dota de sentido en el acto mismo de pronunciarlo. ¿Qué sería de las nubes, de la lluvia, del pan, de las abejas, sin esos signos mágicos que con infinita osadía les fueron dando su lugar entre las cosas? 

Digo osadía, digo poema, y entonces comprendo el sentido de estas líneas y del texto al que nos empujan. Porque la poesía es también un acto de audacia. Tenía razón el filósofo: nadie en su sano juicio acomete la aventura, a la vez hechicera y agobiante de la creación poética. 

Creo que eso son estos Hologramas. Una fuerza sísmica que sacudió de golpe en el poeta la perezosa audacia, insuflándole aliento, voluntad y coraje. Con una exitosa carrera de abogado de casi 30 años, Guillermo Sterling se ha ganado a fuerza de talento e integridad, un merecido reconocimiento en disciplinas tan dispares como el derecho energético, la propiedad intelectual o el derecho corporativo y de contratos. Sin embargo nada, ni mi tozuda insistencia pudo lograr que se atreviera a pararse en un aula a transmitir la técnica y el saber de su oficio. Miró siempre con una suerte de temeroso respeto la docencia, incluso en aquellos temas en los que se ha destacado como pocos. 

Y, sin embargo, se ha atrevido con la poesía. No como un técnico o conocedor de la poética y de los misteriosos rincones de su arte, sino endiosado, demente, deshabitado de la inteligencia: poseído. 

Por eso me moví del desconcierto al entusiasmo cuando me comentó por primera vez su intención de escribir un poemario. Yo, que cuento ya veinte años testimoniando el nacimiento de cada una de sus partes, desde esa tarde ya remota en una taberna irlandesa del centro de Madrid, cuando apenas unos minutos después de conocernos empezó a declamar, como un poseso, sobre la creencia en el camino, la vida como un acto de violencia y sobre un Dios crucificado que llamaba a la liberación por la verdad. Mayor, mucho mayor fue mi entusiasmo el día que no solo me envío un cuaderno digital con los poemas, sino que me solicitaba un texto para introducirlo. 

¿Qué puede decir un poeta frustrado, que optó por el derecho como estrategia de sobrevivencia emocional, de los poemas escritos por un amigo tan entrañable? Podría resumirlo diciendo que creo que llevaba razón García Márquez cuando decía que escribía “para que mis amigos me quieran más”. Porque estos poemas también han sido una gramática festiva para la celebración de la amistad y del amor. 

Pero como imagino que él espera un poco más que eso, también quisiera decir algo, una lectura breve del poemario y su proceso. 

Viaje, metáfora, identidad y poesía

Leer estos poemas es, en parte, testimoniar un viaje. Un viaje con sus puertos, sus adioses, sus encuentros que, en estos Hologramas, actúa como metáfora. La metáfora de una búsqueda y de una identidad. Entre el miedo y el ansia de libertad el poeta entrevé, en el camino, la ruta hacia una verdad que es su verdad, la ruta hacia el descubrimiento de su yo más íntimo. Por eso, como si sintiera con vívido temor que Ítaca está ya cerca, el poeta se enfrenta, como un eco, al misterio de la zarza ardiente: “Ahora que escribo este poema circunspecto/ sonámbulo y presente/ ahora que ‘hablo de mí, lector/ concéntrate’ ahora que ‘me leo, lector/ puedo reconocer que soy este poema’”.

Es la idea de ser en un poema, de arribar a sí mismo por la ventana grande de la poesía, como se arriba al puerto, a la estación final, en el camino de su propia búsqueda. La poesía como descubrimiento, como revelación de una identidad que no encontró ni en el derecho, ni en sus coqueteos con la escultura o con la música. 

Madrid, que a primera vista se le presentó, entre poemas y pesares, como una fuga, se va perfilando, con el paso del tiempo, en una elástica metáfora. Migra, es verdad, como el corazón, como los pájaros. Pero su migración no es geográfica. Madrid es un puente tendido entre la escritura automática y sus nuevos trayectos vitales. 

En el camino brotan, estremecidos, el amor, la amistad, las emociones. En la madrugada del camino, detrás de cualquier arco “suceden las pequeñas muertes” y se presenta, como propicio para la gratitud, lo inatrapable del horizonte y, por tanto, la necesaria constancia del andar. 

La segunda parte del poemario abre con un epígrafe de un poema de Kavafis: “Aunque pobre la encuentres no te engañará Ítaca/ rico en vida y en conocimiento como has vuelto/ comprendes ya lo que significan las ítacas.” Aquí el poeta hace su profesión de fe. “Un alma errante”, dice que quiere ser. Sin miedo “a la oscuridad del camino ni a la empinada cuesta, ni al profundo río, ni al ardiente sol.” Se trata de alguien que quiere asumir el desafío de pararse ante el espejo asumiendo los riesgos de encontrar su propio rostro. Encontrarse a sí mismo bajo la forma de una verdad que como al Cristo del madero, le otorgue libertad: “Mi verdad es el camino” parece gritar al final de “Si no creyera en el camino.” 

La idea del camino como verdad-identidad se apropia del poeta de una manera tal que cobra vida propia. Así, en “El escultor” juega con la antigua idea de ser alguien que ya fue: “(…) Ion, el rapsoda de Homero/ el amante de Alejandro/ el discípulo de Sócrates.” Latente detrás de la idea de ser alguien que ya fue, se da por sentada una existencia cósmica que, en su trayecto, puede asumir infinitas y accidentales formas, a condición de no abandonar su condición primera: la de una sustancia errante por los infinitos caminos del tiempo y del espacio. 

Una idea le acompaña en su ruta. Se sabe temeroso, pero a la vez consciente de la capacidad liberadora del amor. Por eso, “para escapar de las ánforas/ de miedo que nos guardan” nos propone “en el invierno de la soledad/ el verano agradecido del Amor/ como un mantra.” Porque en el fondo es consciente de que ejercer el ministerio del camino desde el amor y en el amor, permite que hasta “su miedo” tenga “buena vista” para transitar agradecido, “despacio como los moribundos, rodeado de fantasmas, descalzo de ilusiones.”

Y poco más. Detrás de estas líneas hay un pequeño tesoro por descubrir. Como si de un prólogo se tratara, su propósito solo ha sido abrir las puertas, mostrar el camino e invitarte a emprenderlo. 

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