Enamoramiento político
Pocos líderes acaban su mandato como sujetos de un “amor maduro” con su pueblo.
La campaña electoral no deja de ser un cortejo. El voto es fruto de esa seducción. Ir a una urna y marcar una boleta supone cierta empatía a favor de quien se echa o una desafección en contra de quien se ejerce.
En todo caso se trata también de una decisión afectiva. Aparte de los motivos racionales que animan al votante, el candidato, por su parte, debe prender alguna conexión sentimental, porque, además de propuestas concretas, personifica aspiraciones y sensibilidades humanas. Como se trata de una admiración ideal, no sería absurdo compararla con otras fascinaciones del alma, como el enamoramiento.
El paralelismo entre las dos experiencias soporta un análisis más o menos objetivo si consideramos que ambas recorren, en su desarrollo emocional, parecido trance. El enamoramiento no es estático, es intenso y cíclico. Puede ir del suspiro a la decepción o del prejuicio al amor maduro. De igual manera se desplaza la idealización afectiva de un candidato o gobernante: de la mitificación al odio.
El enamoramiento, considerado por algunos como un trastorno obsesivo compulsivo, ha sido tratado desde los ángulos conductuales más diversos. A pesar de las discrepancias sobre su base sensorial, todos los tratadistas admiten un curso evolutivo que nace en lo hormonal, pasa por lo emocional y se decanta en lo racional. Así, algunos identifican cinco o siete fases. Prefiero, sin embargo, simplificar este ocio y endosar el criterio de quienes reconocen tres grandes etapas: la limerencia, el romance y el amor maduro.
La limerencia fue un concepto acuñado y definido por la psicóloga estadounidense Dorothy Tennov, quien en su libro Love and limerence, the experience of being in love (1979) identificó esta fase como un estado mental involuntario que resulta de una atracción poderosa hacia alguien en el que se siente una necesidad compulsiva de ser correspondido. Es una sensación básicamente hormonal, que tiene parecidos efectos al de las anfetaminas, al generar una euforia natural. En esta etapa el cerebro libera dopamina, serotonina o noradrenalina, que producen excitación, energía y sensación de plenitud. El encanto por la persona deseada es delirante y solo hace ver sus atractivos. Es una etapa química en la que la atracción sexual es dominante.
Es obvio que en el plano de la idealización política no se producen poluciones, sueños húmedos ni fantasías eróticas, pero sí admiraciones tan ciegas que muchas veces hacen sobreestimar las capacidades e intenciones del candidato o gobernante. La limerencia en el ámbito de la afición política domina dos momentos: la campaña electoral y los primeros dos años de gobierno. A un nuevo Gobierno se le excusan torpezas, incorreciones y hasta culpas. Se le concede el beneficio del tiempo, la duda, y la inexperiencia, aparte de que se le suma la presunción de buena fe. Sus logros se magnifican y sus errores se redimen, pero todo gobernante debe saber que este es un instante febril de escasa consistencia, transitorio como las simpatías que despierta. Es el tramo ideal para tomar medidas impopulares o austeras, siempre que se sepan legitimar inteligentemente las razones o balancear sus efectos con otras más complacientes. La comprensión colectiva en este corto ciclo es abierta y laxa. Difícilmente se tenga otra oportunidad. Pienso que Luis Abinader dejó pasar ese momento sin emprender las reformas estructurales. Tuvo miedo de perder el encanto que lo hizo presidente.
Lo que sigue es el romance. Es una etapa más racional que emocional. Aquí el cuadro se asume con mayor objetividad. Los pensamientos dominan las fuerzas hormonales. Se perciben las cosas en su real escala y se “descubren” los defectos. Es una etapa de tensiones y decepciones. Muchos no pueden manejar los conflictos derivados de la fricción en la interacción, de modo que las diferencias terminan muchas veces imponiéndose a los deseos. En el ámbito de la idealización afectiva del gobernante se trata de un trance crítico. Las simpatías decrecen y la contestación aumenta. Los leales se impacientan y los admiradores se desaniman. Otros asumen posiciones neutrales con tendencias a la comparación o la inconformidad. Ese es el estándar 15 % - 20 % de aprobación que se pierde en los primeros dos años de corrosión orgánica. Este porcentaje puede ser más alto, dependerá del desempeño. Lo que sigue es una carrera dura para recuperar esa simpatía o evitar su merma. Es entonces cuando los gobiernos empiezan a aumentar el gasto social en programas de corte populista, a disponer grandes partidas para la publicidad gubernamental, a “conquistar” a la prensa, a anunciar reformas estrambóticas, a dispendiar compulsivamente los fondos públicos y a aumentar los subsidios. Es una manera de comprar la fantasía social de la limerencia, esa que no volverá a pesar del dinero. Pocos tienen éxito porque ya una buena parte de la población electoral discierne las intenciones de estos “desprendimientos”. Al contrario, suelen tener un efecto inverso.
La última fase es la del amor maduro. Un equilibrado entendimiento entre lo racional y lo emotivo. Supone una actitud, una disposición voluntaria iluminada con la razón para conciliar intereses y conflictos. Implica un “compromiso” no declarado de aceptarse en forma consciente, voluntaria y libre. No solo es admitir o someterse al otro; es hacer propias sus visiones y realizaciones. La idealización del gobernante en esta etapa sucede cuando este logra instalar una imagen maciza, limpia y madura en la memoria del gobernado; cuando hay una correspondencia entre las expectativas de la mayoría y las ejecutorias del gobernante. La simpatía se convierte entonces en admiración y la opinión en respaldo. Es una construcción afectiva que nace de la confianza entre gobernante y gobernados sobre una relación sensible y transparente de buen gobierno.
Pocos líderes acaban su mandato como sujetos de un “amor maduro” con su pueblo. La experiencia latinoamericana es que el “ex”, cuando no es un reo de la justicia, termina como un arrimado social. Hoy vagan muchos desechos políticos en las orillas de los afectos populares con un retrato histórico desgarrado, sin poder levantar la frente o fijar la mirada. Es una estampa del folclor político de estas democracias distópicas. He visto muchas imágenes de la decadencia de líderes que una vez fueron amados, pero tres de ellas me han perturbado de forma sensible: la expresión agonizante de Fujimori (Perú) pidiendo que lo dejen ir a casa a morir en paz, la foto de Antonio Saca (El Salvador) en camisilla andrajosa tras las rejas y el reciente video de Juan Orlando Hernández (Honduras) cuando aborda el avión que lo conduciría como cualquier extraditado a los Estados Unidos. El problema es que el poder enferma y aun así algunos se creen admirados.