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De hospitales y cuentos

De una operación de tiroides a una narración

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De hospitales y cuentos

Algunos me preguntan la razón de que informara en esta columna sobre mis dolencias temporales. Al satisfacer la curiosidad contribuyo al bienestar de la salud colectiva. 

Estuve en el NYPresbyterian Weill Cornell Hospital. Me operaron de un nódulo benigno en la tiroides. Desde la óptica médica dominicana el riesgo era que hubiera penetrado al tórax y tuviera que romperse el esternón. Allá comprobaron que no había tal necesidad. 

Antes de que empezara la cirugía me visitó la anestesista. Mujer hermosa con fuego en sus ojos. Preguntó sobre mis alergias. Ninguna. Pidió que abriera la boca y sacara la lengua. Dio un vistazo fugaz y quedó satisfecha. En su mente me tomó la medida. 

Al tenderme en el quirófano no había asumido que respiraría a través de un tubo colocado dentro de la tráquea. El susto dominaba mis sentidos. La anestesista me miró con ternura. Apoyó su brazo sobre mi pecho. Acercó su cara a la mía y con voz melodiosa susurró “Qué lindos ojos azules tienes”. Caí dormido de inmediato, dulcemente anestesiado. Después traté de buscarla para que me explicara por qué razón me durmió cuando era mejor soñar despierto. 

En la sala de recuperación me atendió una enfermera de origen chino, gentil, explosiva. Me explicó que tenía que esperar 8 horas antes de que pudieran despacharme. No había cenado. Tampoco desayunado. La doctora había sugerido que debía comer sopa, puré, jugos. La enfermera me trajo un menú. ¡Qué extraño, pensé! Me entregó un paquetico de papas fritas con jugo de manzana. Lleno de euforia pedí una sopa de pollo, salmón a la parrilla con papas grandes horneadas y verduras asadas. Galletas de chocolate y gelatina. Al otro día recibí un mensaje del hospital: debía US$82.00. 

La operación me ha dejado una pequeña incisión en la garganta, tapada con un esparadrapo. Me dijeron que no debía tocarlo, ni dejar que la ducha lo afectara. Al verlo a diario estoy cogiéndole cariño. Ahora, cuando intento acercar mis dedos a su espacio, percibo que intenta evitarlo. Tengo dudas de si será un simple esparadrapo o un artefacto cibernético colocado para vigilarme. Si no fuera porque desconfío de sus intenciones le diría a la doctora que lo dejara ahí por un tiempo.

También me examinó el urólogo. Primero me atendió una joven y atractiva doctora de apariencia coreana. Expuso la teoría de que ya a los pacientes mayores de 75 años solo se les hace la prueba del PSA, salvo que haya complicaciones mayores. Luego vino el médico titular. Hizo varias preguntas. Ordenó que me tendiera en una camilla. Me auscultó la pelvis con un ratón electrónico. Pidió que me pusiera de lado e hizo una exploración rectal de la próstata. Comprobé que la teoría es una cosa, la práctica es otra, y que donde manda capitán no manda soldado. 

Atribulado como estaba me prescribieron hacer una resonancia magnética. Quedé en ropa interior. Me ordenaron no moverme dentro de la máquina. Me mantuve tieso. Empecé a escuchar sonidos. Primero bocinas de vehículos estruendosos de la calle Duarte. Tonos agudos, medianos, graves, con maracas, sin maracas. Más tarde se convertían en fiesta de carnaval. Luego venía una sucesión ascendente de variaciones melódicas que llevaban al éxtasis, a un trance, como si fuera sexual, un movimiento suave, otro brusco y ¡pam! A continuación, se producía un ciclo de danza de tribus de la selva africana. 

Cuando el procedimiento terminó el doctor me felicitó por haberme mantenido quieto. En reciprocidad lo congratulé por el buen gusto en el ritmo y sonido del aparato. Se rió. Exclamó: “¡Merengue!” Me instruyó para que bebiera mucho líquido para atenuar el efecto del utilizado para el contraste de las imágenes. Le pregunté si su sugerencia incluía el alcohol. Sorprendido lanzó una carcajada y dijo: “Una copa de vino, sí”. ¡Qué lástima!, reflexioné. El antibiótico me lo impide. 

He salido bien de la experiencia hospitalaria. Y descubrí que los médicos de aquí aman Punta Cana. Lo consideran el Times Square de Santo Domingo.

Algunos maledicentes piensan que a los operados de tiroides les da por decir sandeces. La herida les trastorna los sentidos. Mi mente está sana. 

Sé muy bien que sin el apoyo indoblegable y amoroso de mi esposa Eugenia y de mi hija Michelle María, quienes me acompañaron en Manhattan minuto a minuto, y sin el de mis demás hijos, familiares y amigos que quedaron en Santo Domingo, jamás hubiera podido ni tenido tino para convertir esta angustiosa travesía de salud en jornadas edificantes.

TEMAS -

Eduardo García Michel, mocano. Economista. Laboró en el BNV, Banco Central, Relaciones Exteriores. Fue miembro titular de la Junta Monetaria y profesor de la UASD. Socio fundador de Ecocaribe y Fundación Siglo 21. Autor de varios libros. Articulista.