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Ojalá le tengan miedo

Los funcionarios corruptos deberían empezar a tener miedo

No pocas veces tropezamos con una noticia internacional que recoge la dimisión de algún funcionario por aceptar una cortesía impropia, coquetear a una asistente o usar un lenguaje políticamente incorrecto. Es un evento rutinario que en esos contextos no suscita mayores asombros. 

Cuando sucede eso no puedo esconder la envidia. Son decisiones que destacan el decoro inherente a la investidura pública. En la República Dominicana escasean tales arrojos. Y no solo por la incomprensión de esos valores, sino porque el ejercicio autocrático del poder resulta inconciliable con ese altruismo. 

Renunciar es un verbo de incómoda conjugación cuando el cargo se concibe y asume como un “derecho merecido” ya por un aporte de campaña, ya por un adeudo político. Se trata, como regla, de un trato negociado en el que el funcionario recibe, con las oportunidades del cargo, los réditos de su aportación de campaña y la garantía de permanecer hasta cubrir al menos su compensación. Se beneficia así de una inamovilidad implícita, y no necesariamente por idoneidad, sino por lealtad a lo estipulado. Hablar de renuncias en esas circunstancias es cándido. 

La dimisión es una figura culturalmente extraña a la función pública y mucho más a la tradición presidencial. Los pocos presidentes que renunciaron, lo hicieron porque ocuparon el cargo de forma excepcional o por crisis políticas (Ignacio González, mayo de 1878, y Francisco Alberto Caamaño en 1965, entre otros) o por supuestas razones de salud (Pedro Santana, agosto de 1848, Alejandro A. Nouel, marzo de 1913, y Héctor B. Trujillo, agosto de 1960). Las pocas renuncias por presunta voluntad propia (Jacinto de Castro, septiembre de 1878, Francisco Billini, mayo de 1885, y Carlos Morales Languasco, enero de 1905) se debieron en realidad a apremios velados de caudillos o a presiones políticas, nada que pueda componer un cuadro de referentes meritoriamente apelables.

La reciente petición de licencia de parte de un funcionario público es muy alentadora. Impone un antecedente extraño. Y no quiero entrar en apreciaciones subjetivas ni prejuiciosas de si debía o no hacerlo; eso, a estas alturas, es una distracción inservible. Tampoco creo que el funcionario concernido, Lisandro Macarrulla, merezca tributos patrios. Tomó una decisión consecuente con el momento y eso es atinado.

Lo cierto es que ya era tiempo de que se empezara a valorar la función pública como lo que es: una prestación de decoro sometida a régimen de responsabilidades. Es posible que ese gesto pase inadvertido porque se entienda que en este caso se imponía la renuncia o la licencia, pero si consideramos en cuál otro momento de nuestra historia reciente un funcionario toma una decisión de ese tipo, no encontraremos precedentes. Y no porque no hubiera motivos. Recordemos que, en pasadas administraciones, cuando se desataban escándalos que vinculaban a funcionarios, el partido oficialista y el Gobierno salían a blandir una fiera defensa. 

El mensaje, a partir de este precedente, es claro: cada quien que asuma sus responsabilidades; el Gobierno no defiende ni acusa. En todo caso, la independencia de los poderes reside en el derecho de cada uno a actuar con absoluta autonomía en el ejercicio de su propia competencia; en el caso del Poder Judicial, de poder establecer, sin ninguna intrusión, la responsabilidad o no de un procesado a través de un juicio justo, imparcial y regido por garantías procesales. 

El otro correlato implícito en este caso es ver cómo el Ministerio Público no discrimina en su accionar los vínculos ni la marca social de los investigados, alcanzando a intereses directos de un funcionario activo del Gobierno. Es este un hito que no puede ser trivializado por sordideces políticas. Y no se trata de un logro de una gestión de gobierno. Plantearlo así sería politizarlo. Más que eso, ha sido consecuencia de la determinación de una sociedad que, a fuerza de negaciones, ha madurado en la comprensión de sus procesos institucionales. 

Pero la verdadera trascendencia social de estos precedentes reside en su irreversibilidad. Desde el momento en que se dan, la población los incorpora a sus expectativas consolidadas y no vacilará en reclamarlos a cualquier gobierno. Constituyen así una robusta advertencia al presente Gobierno para que actúe de manera indistinta en todos los casos, y a ciertos precandidatos de la oposición (que fueron parte de gobiernos permisivos) de que los tiempos son otros, que tendrán que garantizar la permanencia de un ministerio público insubordinado a los intereses del Ejecutivo, del Gobierno y del partido oficial. No creo que con eso se temporizará. Es un camino sin giro ni retorno. Ya la sociedad hizo suya esta mejora y no cederá. Que se preparen los que piensan que pueden seguir obrando a su capricho.

Lecciones de esta talla ponen en cercana perspectiva al poder como lo que es: una oportunidad circunstancial para el servicio. Verlo y asumirlo de forma distinta es estar perdido. La ventaja de fortalecer un sistema de consecuencias es rescatar la perdida conciencia de que un cargo público es la posición más vecina a la cárcel. Ojalá lleguemos a un punto en que la función pública sea temida (sí, temida), y que solo vayan a ella quienes estén dispuestos a soportar sus riesgos. 

Eso de que cualquiera puede ser funcionario y que sin ninguna preparación ni vocación realice una prestación solidaria y de contenido humano como la del servicio público debe empezar a cambiar. 

Me reconforta la prudencia que ha tenido el presidente de la República para poder cubrir las vacancias de dos ministros (Orlando Jorge Mera y Lisandro Macarrulla). En esa aparente vacilación yace el cuidado de hacer designaciones interinas para no precipitar disposiciones definitivas en cargos tan sensibles. Eso demuestra que ya se hace difícil encontrar un perfil que responda a los estándares que deben regir en lo adelante. Pienso y creo que esa misma cordura es la que le debe persuadir al presidente a preparar el decreto de sustitución de reconocidos funcionarios que han probado hasta el hartazgo su patética incompetencia. Esa espera no aguanta a agosto. 

TEMAS -

Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.