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“Sigo llorando, pero ya tengo pañuelo”

La decisión de fortalecer la autonomía funcional del Ministerio Público le ha permitido a ese órgano la libertad de acusar a funcionarios activos y a los ciudadanos la oportunidad de ver renuncias por motivo de investigaciones y destituciones por sospechas, prácticas impensables en los últimos treinta años. Eso, con el permiso de algunos, es pañuelo para mi pesimismo.

Hace algunos días tropecé con un viejo dirigente del PLD. Antes de acercarse, ya traía la plática con la que me abordó. Me preguntó si había dejado el pesimismo. La intención iba más allá de oír la respuesta. Lo que procuraba era insinuar que mis quejas solo las lloraba en los gobiernos de su partido. Le respondí con el saludo que no me dio y que rematé con esta declaración: “Sigo llorando, pero ya tengo pañuelo”. Apresuró la despedida con una sonrisa forzada.

Admito que escribir sobre estructuras y relaciones de poder es un oficio poco cómodo en una sociedad que busca superar atrasos desde la inercia. No se trata de temas abstractos ni elucubraciones esotéricas; son realidades cotidianas, pero ordinariamente eludidas por los intereses que involucran y por el callado miedo que impone la autocensura.

No me molesta el apodo de pesimista, pero entiendo que también es un estigma usado para anular a quienes no alabamos al statu quo. Si ese fuera el caso, entonces lo seguiré siendo.

Mi incipiente optimismo no lo motiva el gobierno del PRM. Ojalá así fuera, pero los cambios de patrones, estructuras y cultura no se alcanzan en corto tiempo ni por generación espontánea. Tampoco son obras de un solo Gobierno ni este ha mostrado grandes planes de futuro. Reclamar eso sería irresponsable, como prometerlo demagógico. A esta Administración le ha tocado torear con los apuros del presente, tras recibir una de las crisis más crudas de lo que va del siglo. Eso todavía no se entiende. Su desempeño, en tal circunstancia, ha sido razonable a pesar de que la oposición que fue gobierno insiste en reducirlo usando a su favor comparaciones descabelladas.

Sin embargo, la sociedad ha creado expectativas de cambio, esas que incorpora en forma de convicciones y que un gobierno sensible o estratégico las puede afirmar con ejecutorias consistentes. Creo que es lo que ha sucedido con la dirección del Ministerio Público que hoy tenemos. Lo que ha pasado complace una demanda social legítima.

La decisión de fortalecer la autonomía funcional del Ministerio Público le ha permitido a ese órgano la libertad de acusar a funcionarios activos y a los ciudadanos la oportunidad de ver renuncias por motivo de investigaciones y destituciones por sospechas, prácticas impensables en los últimos treinta años. Eso, con el permiso de algunos, es pañuelo para mi pesimismo.

A cualquier gobierno que se instale en el futuro le será espinoso revertir esa expectativa. A pesar de que algunos políticos, opinantes y hasta intelectuales han tratado de apocarla, la sociedad la considera parte de sus luchas y avances sustantivos. Se le reclama a este Gobierno como deuda siempre exigible. Y ha sido de tal estima que muchos de los desaciertos del Gobierno son “pasados por alto” como implícita compensación por este acierto.

Es obvio que hay y habrá resistencias, como aquellas que consideran que la revalorización del Ministerio Público es la amenaza en ciernes de un régimen de terror judicial. Otros apelan a eufemismos más estilizados y hablan de un populismo judicial incitado por un rabioso lawfare. Tal aprensión es paranoica. Las acciones hasta ahora emprendidas no son invenciones ni tramas; se trata de procesos con consistencia instructiva, fibras probatorias y arraigo legal. En el fondo se le teme a esa realidad por aquello de que “no es lo mismo llamar al diablo que verlo llegar”.

Uno de los clichés masticados por el morbo es el de “show mediático”, una frase despreciable. Los procesos judiciales por corrupción tampoco han escapado a ese “apodo” y hoy no han faltado detractores que afirman que detrás de ellos se esconde la intención de ganar espectacularidad, esa fantasía que buscan quienes quieren ser vistos como paladines. Un vulgar argumento de descalificación.

¿Puede pensarse que procesos de esta magnitud y con actores de tal talla sean recibidos con apatía? No. Estas acciones, aun en sociedades “frías”, son aclamadas con toda la apetencia “mediática”. Activan los social media, explotan las plataformas digitales, provocan a la prensa amarillista, desatan pasiones en las redes y son motivos para las comidillas sociales. ¿Qué control tiene el Ministerio Público de los efectos que como consumo informativo crean en estos procesos en una sociedad poco habituada?

Restar méritos a las acciones en contra de la impunidad es no tener una comprensión racional del daño que su dominio nos ha causado. Nada es comparable. Es probable que en el ejercicio de la autoridad se cometan excesos como en cualquier otro sistema del mundo, pero eso no invalida la grandeza de esta política criminal del Estado.

El problema para los que fueron gobierno es no poder criticar una actuación que en su oportunidad omitieron de forma deliberada, fortaleciendo así los cimientos de una impunidad que hoy revela sus oscuras honduras. Les molesta que la sociedad siga poniendo a la corrupción pública como eje de sus atenciones, tema en el que ellos tienen que callar. Y es que en la medida de que esa preocupación mantenga tal vigencia, perderán espacio para la crítica política.

En lo personal me doy por satisfecho y no dejo de reconocer que mi sensiblero pesimismo ha encontrado con esta conquista un fino pañuelo de consolación. l 

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Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.