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Estados Unidos no es el cielo

La segregación en los Estados Unidos no es una hipótesis: es un sistema de vida, un presupuesto cultural, un valor implícito en las relaciones de convivencia.

Los Estados Unidos certifican todo. En cualquier decisión global tienen la última palabra. Washington determina quién cumple o no con las libertades públicas, los derechos humanos, el control de armas o con la ética gubernamental. Distingue a discreción los países democráticos, los estados terroristas, los paraísos fiscales, los gobiernos sancionables. La esfera de control de sus agencias no conoce fronteras y convierte a cualquier objetivo propio en interés del mundo. Su influencia en el pensamiento occidental es tal que no dudo de que muchos de los que lean estas líneas estimarán como ideológica la crítica que ellas proponen. 

Acatamos sin reproches las advertencias que de tiempo en tiempo hace el Departamento de Estado sobre nuestros países en inseguridad, violencia, inestabilidad, insalubridad, contagios y otros etcéteras. Las tomamos más en cuenta que las que resultan de nuestras propias comprobaciones. Hacer, en contrapartida, igual crítica con respecto a los Estados Unidos es asumir el riesgo de ser interpretados como ellos entiendan y soportar además las posibles consecuencias. 

A pesar de ser el modelo de Occidente, la estadounidense es una sociedad estructuralmente violenta y tiene su origen en la asimetría racial que por siglos quiebra su unidad étnico-cultural. Estados Unidos es, por demás, una de las naciones desarrolladas más desiguales del planeta. Las injusticias raciales se han profundizado en atención sanitaria, vivienda, empleo, educación y acumulación de riqueza. 

Hoy, cincuenta y cinco millones de estadounidenses son pobres: el 11 % de los niños blancos viven en la pobreza, esa tasa llega a un 32 % para los niños negros y a un 26 % para los niños latinos. Pese a eso, la riqueza consolidada de los multimillonarios aumentó de USD 2.9 billones en marzo de 2020 a USD 4.7 billones en julio de 2021. Sobre esa inequidad se ha erigido un sistema con fallas y exclusiones. Las correcciones han sido tardas y escabrosas, arrancadas por rupturas sociales, en su mayoría violentas. En gran parte, la historia de los Estados Unidos es una antología de esas conquistas. 

Estados Unidos lidera los países más desarrollados en tasa de homicidios (6.28 por cada 100 000 habitantes en el 2020). La nación norteamericana tiene el 5?% de la población mundial; sin embargo, concentra el 31?% de los tiroteos masivos que se producen. Desde el año 2014 hasta el 4 de julio del 2022 han sucedido 3703 tiroteos masivos. En lo que va de año han ocurrido 308, según el Archivo de la Violencia Armada o Gun Violence Archive (GVA, por sus siglas en inglés). Entre 270 millones a 310 millones de armas circulan en el país. Eso significa que casi cada estadounidense tiene un arma; que la nación descansa sobre un polvorín. 

Cuando viajo a los Estados Unidos me siento inseguro. La sensación es inevitable y aún más intimidante que visitar una capital de cualquier país de Sudamérica. Tengo cuidado con la forma de hablar y reaccionar sin reparar en los ambientes, consciente de mi condición de extranjero de segunda categoría. Y el temor nace de la imprevisibilidad del riesgo. Se trata de patrones indescifrables de violencia en una sociedad institucionalmente fuerte, pero enferma de racismo. 

El escritor estadounidense Philipp Meyer, autor de la obra El hijo, apuntó, en una reciente entrevista concedida a la agencia EFE: “Solo después de viajar y de estudiar con profundidad la historia te das cuenta de la gran violencia que hay en Estados Unidos”, explicando que cada centímetro de su país “se ganó a punta de rifle”, por parte de individuos y no de ejércitos. Por eso acepta que un arma es un artículo básico, “porque puede llegar un momento en el que la vas a necesitar”.

La segregación en los Estados Unidos no es una hipótesis: es un sistema de vida, un presupuesto cultural, un valor implícito en las relaciones de convivencia. Sirve de contexto y fermento a una violencia no declarada que subyace en la tensión social. El Centro para el Estudio del Odio y el Extremismo en la Universidad Estatal de California en San Bernardino determinó en un estudio reciente que los incidentes motivados por prejuicios de odio en 37 ciudades importantes aumentaron casi un 39 %, y las diez áreas metropolitanas más grandes reportaron un récord del 54.5 %. 

En los países latinoamericanos es previsible reconocer de qué o de quién cuidarse. Los patrones de la cultura criminal están tipificados. Así, por ejemplo, en México hay que atender a los atracos, los secuestros o las provocaciones. Es extraño, en cambio, visitar un lugar donde haya que cuidarse de la condición étnica y Estados Unidos es uno de ellos. ¿Cómo cuidarse de ser latino? Eso se concibe en los Estados Unidos. Una circunstancia que arrastra cualquier riesgo, tan contingente como peligroso. ¿Quién puede evitar que un sociópata aparezca de la nada con un arma automática dispuesto a disparar? 

La policía de las grandes ciudades vive tensa y a la defensiva, condición que se agrava cuando envuelve un componente racial o de odio. El prejuicio es ineludible: se intuye, se respira, se percibe. El policía blanco presume que el ciudadano negro delinque o el negro trata con recelo al ciudadano blanco. El negro se victimiza y el blanco se afirma. El sistema de justicia y de seguridad ciudadana reflejan los desbalances de una sociedad discriminatoria. El problema es que quien visita ese país pocas veces piensa que podrá encontrarse en una situación de violencia, por la percepción de seguridad que reportan sus instituciones. 

Mientras los prejuicios raciales exacerbados por los radicalismos ideológicos de la última década y el sistema de vida revelan sus hondas deficiencias, la sociedad americana se hace más violenta. Una de las consecuencias: Estados Unidos ha ido perdiendo preferencia como lugar de retiro o de residencia de extranjeros.

TEMAS -
  • EEUU.

Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.