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¡Ay, los políticos!

Hoy faltan políticos con un recorrido formativo que rebase al promedio

Tengo algunos amigos que son políticos, pero no tengo políticos amigos. Me es difícil ser empático con quien no me inspira confianza y los políticos no son fiables. No es que sea antipolítico, créanme, pero pienso que el mundo sin ellos sería menos torcido y complicado. Lo penoso es que son (o se hacen) imprescindibles. Las sociedades están políticamente diseñadas para que quienes las gobiernen o dirijan sean políticos y, peor, para que estos vivan de los gobernados. De hecho, a Charles de Gaulle nunca le remordió aceptar “que la política es muy seria para dejarla en manos de los políticos”.

Cuando pienso en la convivencia ideal, la suelo imaginar como una construcción colectiva liberada de los intereses políticos, pero no tardo en admitir que es una pretensión muy política para ser real. Y no le doy eco a la fanfarria aquella de que todos somos animales políticos, como pretexto filosófico para tasarnos en paridad con los que sí lo son. Es obvio que me refiero a quien hace de la política una carrera de vida o un medio de subsistencia (perdón, de riqueza), esos que se asemejan a ciertas piezas, a veces sobrantes a veces inútiles, que uno no sabe exactamente dónde colocarlas o cómo tratarlas: si como adornos o como recuerdos.

Para practicar las profesiones y algunos oficios se precisa de un título habilitante o un execuátur; para ejercer la política solo basta el atrevimiento, y estamos agobiados de osados. Mi tío, Danilo Taveras, además de dramaturgo fue un hombre de humor mordiente. Siempre decía que el político es un vago ocupado y que su mejor talento es la espera. Cuando alguien le preguntaba por qué trabajaba con tanta zozobra, contestaba: “porque no soy político, coño”. Antes de perder la lucidez mental, solía recitar a viva voz el epitafio de su deseo póstumo: “Aquí duerme un pendejo inconsciente que nunca se dejó joder de otro consciente” en alusión al político. Cuando se le inquiría sobre la utilidad del político, no demoraba en responder: “¡Oh!, para joder”.

Si hay un concepto que retrata a un político estándar es la inanidad. Alude a la cualidad de estar vacío, sin sustancia ni relevancia. Sus sinónimos más vecinos son la vacuidad y la futilidad que, en ambos casos, se refiere a algo inconsistente que, si sirve para algo, es para poca cosa. Pero si lo anterior no ilustra, convendría considerar esta sarta de condiciones equivalentes: memez, nimiedad, sandez, pendejada, bobada, fruslería, necedad, majadería, idiotez, desatino, cretinismo, imbecilidad y simpleza, o que tiene la cualidad o característica de una persona pueril, vana, anodina e insustancial. Y, repito, no hablo de la generalidad, sino del promedio, algunos de los cuales, cuando lean este compendio, no dudo de que lo celebren como una generosa antología de halagos.

La política dominicana es empírica y precariamente autodidacta. No se escribe ni se estudia. Es una práctica oral, mimética y repentista, cuyo discurso se consume en un libreto de clichés repetidos. Los políticos, además de fastidiar, aburren. No proponen un relato fresco, ignorado ni original de la realidad que están llamados a cambiar. Armar un enunciado político es anodino y no entraña un esfuerzo conceptual relevante; se trata más bien de un bordado retórico en el que se ensarta un hilo de “ideas cansadas” por el uso corriente.

Después de Bosch es difícil reconocer a un político de relieve que haya aportado conceptos originales o presupuestos de dogmática política. Por eso no ha sido superado; todavía es referencia como ideólogo y político de carrera. No quiero poner en disputa su memoria con la de otros líderes contemporáneos como Peña Gómez o Balaguer; ese no es el objetivo. Lo que le ha dado perdurabilidad a Bosch ha sido su obra escrita, sus estudios sociales y haber sistematizado un pensamiento político sustantivo con elementos de nuestra identidad histórica y cultural.

Hoy faltan políticos con un recorrido formativo que rebase al promedio. La práctica política ha estado poblada de oportunismos improvisados, inversiones financieras, proyectos patrimoniales, expectativas de movilidad social, intereses de negocio y hasta fantasías de fama. Recuerdo al comediante serbio-italo Boris Makaresko cuando dijo: “Muchos de nuestros políticos son incapaces. Los restantes son capaces de cualquier cosa”.

Y no es que pretendamos tener a intelectuales en la política y los gobiernos. Es más, los pocos que han hecho estas corridas no han podido marcar grandes contrastes. Lo que sí importa, quizás con apremio, es que la política trascienda su postrado nivel de empirismo. Oír a políticos hablar es probarnos en paciencia y tolerancia. No se advierten diferencias entre la farándula y el ambiente político; compiten en levedad. Por eso los practicantes pasan de un campo a otro en interludios apenas advertidos. Y es que la fama es una condición más valorada que la capacidad o formación; por eso tenemos a “gente del medio” haciendo política.

Me gusta ver televisión parlamentaria. Se trata de canales de televisión propiedad de parlamentos o de medios privados en los que se transmiten sesiones de las legislaturas. Países como Estados Unidos, Inglaterra, Canadá, Nueva Zelanda, Francia, Grecia, Portugal, México y Brasil tienen esos medios. De Estados Unidos veo el canal C-SPAN; del Reino Unido la BBC Parliament; de Francia, La Chaine Parlamentaire; de México, el Canal de la Unión.

Estas trasmisiones son una estupenda galería para exponer la formación política y el desenvolvimiento de los legisladores. Las intervenciones permiten al ciudadano apreciar sus condiciones. Comparar las exposiciones con las que se debaten en nuestro Congreso es tantear las enormes distancias que nos alejan. Ojalá RTVD pueda disponer y operar una frecuencia de radio y televisión para las sesiones congresuales y así sepamos en manos de quiénes están nuestros intereses. Es posible que suframos mucho, pero nos convencerá de que tarde o temprano eso de “hacer política” debe evolucionar.


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Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.