Compartir
Secciones
Podcasts
Última Hora
Encuestas
Servicios
Plaza Libre
Efemérides
Cumpleaños
RSS
Horóscopos
Crucigrama
Herramientas
Más
Contáctanos
Sobre Diario Libre
Aviso Legal
Versión Impresa
versión impresa
Redes Sociales

Mi pequeña reforma constitucional

Ojalá se pueda armonizar una reforma simple, puntual pero trascendente, liberada de las presiones políticas

Si una nueva reforma constitucional dependiera de mis poderes, mantendría la Constitución vigente con apenas tres cambios estructurales: a) establecería un Congreso unicameral y eliminaría el Senado, considerando que la Cámara de Diputados tiene una base más representativa; b) prohibiría la reelección presidencial, pero extendería su mandato a cinco o seis años sin reelección; y c) modificaría el estatuto orgánico y funcional del Ministerio Público para eliminar toda sujeción al Poder Ejecutivo. Quizás aparezcan otros cambios de menor alcance, como sería incluir en el referendo aprobatorio nuevas materias de modificación constitucional aparte de las previstas en el artículo 272.

Después de aprobar esa reforma no volvería a ocuparme de la ley sustantiva en los próximos cincuenta años. Las constituciones deben dejarse quietas y esperar que el tiempo sedimente su vida normativa para así dejar flotar las burbujas que encierran sus fallas.

A pesar de lo anterior, no soy de los que creen que el país no puede avanzar con la Constitución vigente. La negación nace de un viejo mito cultural que suele condicionar el desarrollo de la nación a las reformas legislativas por encima de las políticas y actos del Estado. Siempre he creído que nuestro problema institucional no es normativo: es operativo o funcional. Tenemos una buena Constitución para el orden que nos hemos dado, pero hemos acumulado igualmente una experiencia relevante para discernir qué ha funcionado bien y qué no. Es con base en ese balance que deben proponerse las reformas.

En cuanto al primer punto, es decir la uni- o bicameralidad del Congreso, favorezco la primera. Y no lo hago de manera abstracta o esnobista (por el debate chileno), sino como conclusión a una tradición bicameral que en la práctica no ha podido convencernos de sus mejores bondades. La historia ha probado que los partidos de gobierno suelen controlar ambas cámaras y, cuando no, la influencia del Ejecutivo ha sido concluyente para eludir el posible contrapeso de la oposición en ambas cámaras, a través de prácticas no siempre sanas.  

Hay quienes piensan que abandonar el bicameralismo sería desastroso para el equilibrio democrático.  No lo veo tan así. Y no quiero apelar a la cantidad de países en los que domina el sistema unicameral, pero tampoco creo que es un dato que deba abstraerse del análisis. Así, de las naciones del mundo que tienen regímenes democráticos, el 58.3 % cuenta con congresos unicamerales, contra un 41.7% con órganos bicamerales (Contexto Laboratorio Constitucional, Claudio Fuentes S. 2021). El bicameralismo fue la estructura adoptada por la mayoría de los países que se independizaron de España, producto de la influencia del constitucionalismo americano. Si bien domina en América Latina, no así en el resto del mundo y, aun en la región, países como Costa Rica, Cuba, Ecuador, El Salvador, Panamá y Perú tienen congresos unicamerales.

Podría sostenerse que el sistema unicameral es propio de las democracias parlamentarias y no de las presidencialistas como la nuestra; sin embargo, la realidad en el mundo es que el 58.5 % de los gobiernos presidencialistas tienen congresos unicamerales contra un 41.5 % de tipo bicameral. La proporción de la estructura bicameral se eleva en los regímenes semipresidenciales a un 63.2 %

Hay buenos argumentos para mantener en teoría el bicameralismo, y no los refuto. Se alega que el sistema fortalece la legitimidad legislativa en la medida en que una segunda cámara le da validación democrática a la primera. Además, porque permite un proceso legislativo más descentralizado, considerando que la cámara baja cuenta con criterios de representación popular para distritos electorales más pequeños, y la alta, por su parte, representa a regiones grandes y cuenta con poderes para fiscalizar los actos de otros poderes del Estado y nombrar autoridades públicas a propuesta también de otros poderes del Estado.

Nuestra experiencia, sin embargo, ha revelado que la dinámica de control cruzado entre ambas cámaras no ha sido tan decidida en sus respectivos desempeños, imponiéndose casi siempre las líneas trazadas por los partidos mayoritarios, especialmente los que están en el gobierno, por lo que el equilibrio de las cámaras no ha sido, en la práctica, diferente a tener un sistema unicameral.  

En defensa del unicameralismo tenemos la concentración de las funciones de representación, legislación, fiscalización y nombramientos en un mismo cuerpo legislativo, circunstancia que haría más fácil el control ciudadano y la fluidez del proceso legislativo, sin obviar lo que representa para un país pequeño y pobre el ahorro en recursos que supondría eliminar el Senado. Hoy tenemos una treintena de proyectos dorsales (como los códigos tradicionales, entre otros) atascados por más de veinte años por ese juego político de revisiones que se dan entre ambas cámaras. Cuando una los aprueba, la otra los revisa, a pesar de las comisiones bicamerales.

El otro aspecto es el del periodo presidencial. La experiencia ha demostrado que la efectividad de los cuatro años es muy precaria por un factor de cultura política. Así, los primeros dos años suelen agotarse en la instalación de las nuevas autoridades y en su dominio de toda la burocracia estatal, sobre todo porque cada gobierno trae a su propia gente e intereses. La otra mitad del cuatrienio viene constreñido por la provocación de la reelección, que se convierte en una condición que, cuando no trastorna, distrae la concentración que demanda una gestión racional de gobierno.

De contar con cinco o seis años, cada gobernante trabajaría sin la tentación de usar tiempo y recursos públicos para un proyecto reeleccionista desde el poder. Basta considerar que siendo las próximas elecciones en el 2024 hay un activismo político tan intenso como si este fuera un año electoral.

En cuanto a la autonomía orgánica del Ministerio Público, este es un requerimiento institucional inaplazable. Mientras el Poder Ejecutivo pueda designar a discreción al máximo representante de ese órgano y este último tenga los poderes que ostenta sin una adecuada independencia interna, la investigación y puesta en movimiento de la acción pública por actos corruptos de gobierno será poesía. Sin una agencia autónoma de la propia procuraduría dedicada a la persecución de esos delitos, la impunidad será la regla. Ya he escrito bastante sobre este punto, destacando las bondades de un anteproyecto de ley elaborado por un colectivo de organizaciones empresariales de Santiago bajo la sombrilla de la Iniciativa Ciudadana Cuentas Claras, que el Gobierno parece haber despreciado. Me decanto por cualquier propuesta que garantice el valor de la independencia funcional sin detenerse en la ingeniería institucional: desde la creación de un Ministerio de Justicia hasta la simple modificación del estatuto orgánico. Ojalá se pueda armonizar una reforma simple, puntual pero trascendente, liberada de las presiones políticas.

TEMAS -

Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.