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Mi Santiago

Santiago tiene todavía la oportunidad que vio perder Santo Domingo: planificar su futuro. Es preciso mirarnos en ese espejo y corregir a tiempo problemas manejables antes de que se hagan insolubles.

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Mi Santiago

Santiago no es un espacio urbano, es retrato interior. Y no lo digo por vanidad parroquiana, sino por vivencia. Nacer aquí fue una fortuna; estar, una apuesta bien ganada. Más que ciudad, es un hábitat de cercanías. Pequeña y grande, recogida y expuesta, simple y monumental.

No pocas veces me han inquirido sobre la ciudad. La inquietud surge de extranjeros y locales, pero busca igualmente descubrir ese indescifrable secreto que provoca una seducción discreta. La respuesta me salió en una ocasión y la sentí tan certera que hace algo más de diez años sigue siendo la misma. Esa vez le dije a un costarricense: Santiago es una adolescente que mira su desnudez frente a un espejo; quisiera abrirse al desafío de ser mujer, pero la estremece abandonar la ingenuidad de la infancia.

El municipio está en parecida disyuntiva: extasiado por el reto de ser ciudad, pero con la duda de borrar su impronta pueblerina. En esa indecisión yace su hechizo. Una transición urbanística siempre inconclusa en la que el barrio no termina de morir ni la ciudad de madurar. Esa callada resistencia, armada con el celo de la tradición, la convierte en una “ciudad temperamental”: a veces pueblo, apenas ciudad, o, tal vez, una composición promiscua de ambas verdades.

El retrato de adolescente ha penetrado tanto en mi imaginación que cuando veo asomar una torre de dieciocho pisos no logro sortear la risa, tan ineludible como el pensamiento que acarrea y que termina casi siempre con esta declaración: “Esas cosas no son de niñas”.

En esa lucha entre las dos realidades, la ciudad intenta dominar la ofensiva y con ella el desarreglo que en países sin planificación siempre arrastra: vida acelerada, tránsito congestionado, espacios atiborrados y servicios degradados. Aquella historia de reposos aldeanos y de cercanas colindancias comienza a perderse, como se apaga el eco en la distancia. El ruido, la contaminación visual, las tomas impunes de las aceras, los quebrantamientos al orden y el desacato a la civilidad amenazan con imponer su “moderna barbarie” de convivencia. El pueblo ve perder así su desganada quietud, esa que aconsejaba una siestecita al mediodía, el lustrado de los zapatos en el parque de Los Chachases, la juntadera en las esquinas de las calles del centro histórico, entre decenas de estampas.

Vivir en Santiago no me ha acomplejado. Lo digo por aquello de que residir en “el interior” es sustraerse de las oportunidades capitalinas o aceptar el ostracismo que niega una posible vida de éxito o notoriedad. Eso nunca fue tentación. Y es que a los que no pretendemos tales altisonancias nos acomoda bastante bien una ciudad recogida como Santiago. Tampoco he precisado de una cédula 001 para lograr aquellas realizaciones que la ciudad me ha prodigado sin sonidos ni alardes.

No pocas veces clientes y amigos me preguntan por qué no me “instalo” en Santo Domingo. Tengo problemas para competir en un mercado donde el servicio profesional tiende a despersonalizarse y el talento individual a diluirse en la imagen de “la firma”, un concepto asociado más a la facha mercadológica que a la práctica sustantiva. El ejercicio legal fuera de los grandes centros urbanos suele ser decantado, concentrado y oxigenado, liberado de las prisas que apremian especialmente los servicios corporativos. En lo personal, me resulta espinoso adaptarme a una ciudad sin centro, atrapada en su propio desorden, caóticamente desbordada y con un tránsito paranoico, sin irrespetar a sus pobladores. Prefiero “el interior” al que aluden con cierto desdén algunos metropolitanos abstraídos; o vivir “con los cadillos del campo en los pantalones”, al decir de una ilustre colega del National Distric.

Santiago cambia su anatomía urbana: un promontorio de torres ya se empina justo al lado de la zona monumental. El crecimiento vertical sigue los trazos del modelo de Santo Domingo, irrumpiendo zonas residenciales cargadas de foresta, nostalgias y armonía. Calles estrechas y marginales son tomadas por proyectos inmobiliarios de alta densidad y ni imaginar la conversión de casas en negocios haciendo forzosamente comerciales las vías de penetración a esas urbanizaciones sin las adecuaciones ni los aparcamientos necesarios.

Otro problema sensible es la contaminación visual. Ni esta ni las anteriores administraciones municipales han podido (¿o querido?) disponer un plan rector que organice el uso racional de los espacios públicos para la colocación de la publicidad exterior. Las reatas o isletas de las principales avenidas están asaltadas por las empresas publicitarias. Con distancias en algunos casos de diez y hasta cinco metros entre una y otra, las vallas publicitarias se erigen en hileras, abrumando la perspectiva visual de las vías y zonas de mayor atracción visual. Esa industria no se toca por su valor político. Lo dejo hasta ahí…

Santiago tiene todavía la oportunidad que vio perder Santo Domingo: planificar su futuro. Es preciso mirarnos en ese espejo y corregir a tiempo problemas manejables antes de que se hagan insolubles. Se impone levantar una agenda-ciudad para los próximos veinte años que reconozca sus amenazas y proponga estrategias de desarrollo en agua, infraestructuras, ornato, ordenamiento territorial, planeamiento y construcción urbana, drenaje, alumbrado, circulación, tránsito, sostenibilidad medioambiental, seguridad, esparcimiento, cultura y otras tantas atenciones. Mientras, disfruto como nunca el duelo entre la ciudad y el pueblo que en la última década se disputa la Ciudad Corazón.



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Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.