Duarte… ¿y para qué?
La patria no es un concepto abstracto, sentimental ni cultural; es más que merengue, beisbol, sol, playas, ron y sancocho. La patria somos nosotros y lo que nos une como nación. Borges decía que “nadie es patria. Todos lo somos”.
No sé si para los que dicen ser dominicanos el nombre de Juan Pablo Duarte despierta todavía algunas pasiones. Si así fuera, habría razones para empuñar esperanzas, pero, aparte de una conocida lección histórica, dudo que su recuerdo perviva como mención plausible de lo que somos. Y es que cuando el sentido de nación pierde latidos no hay motivación que convoque devociones.
Antes que una evocación honorable de la historia, el Duarte de hoy es un símbolo diluido del pasado, con más utilidad que fervores, ya para darle cara a una moneda devaluada, tender una bandera, rotular una calle, planificar un feriado, inflar presupuestos gubernamentales o airear un discurso patriótico. Ese Duarte no es más que una marca metálica sin espíritu.
Duarte pierde así encarnación en la espiritualidad colectiva. Las razones sobrepujan los pálidos esfuerzos para rescatar su ejemplo. Y es que la vida del patricio es la negación del modelo de éxito que vivimos: un idealista sin estirpe, dinero ni ambición de poder. Su idea libertaria sería hoy reprochada por populista y su sacrificio juzgado como una elección desadaptada. Las generaciones emergidas de su martirio han validado (más por omisión que por acción) las negaciones metódicas a sus postulados de libertad y justicia, despreciando sin culpas el cobijo de su ideario.
A casi dos siglos de la empresa libertaria llamada “República Dominicana”, no han sido suficientes las gloriosas resistencias en tiempos de apuros ni las voces silenciadas con el gatillo del miedo, como tampoco la sangre corrida por las cunetas; estamos muy lejos de construir aquella sociedad de valores solidarios que prefiguró el patricio: una “patria por y para los dominicanos”. Si quitamos las embusteras apariencias del progreso urbano, nos quedamos con una sociedad desigual, estructuralmente pobre y excluyente.
Duarte no expresa la cultura en la que su sueño de nación quedó ahogado: una sociedad tricolor, y no por los tonos de su bandera, tal vez por los submundos enredados en sus vísceras: los de arriba, los del medio y el gran sedimento social, existencias tan superpuestas como desconectadas, cada una con su propio relato y visión de futuro; esa masa apretujada que apenas respira en los calabozos de la postración y que busca a tumbos la luz de su libertad. Una libertad, más aspirada que real, para decidir su futuro, votar por designios de conciencia y no por apremios materiales, expresarse sin las cadenas de la autocensura, honrar la dignidad de vivir con un trabajo y una seguridad social que no avergüencen, y sin necesidad de emigrar por el acoso de las frustraciones.
Hoy precisamos renovar el amor a la patria y no con poesías épicas ni bravatas retóricas. La patria no es un concepto abstracto, sentimental ni cultural; es más que merengue, béisbol, sol, playas, ron y sancocho. La patria somos nosotros y lo que nos une como nación. Borges decía que “nadie es patria. Todos lo somos”. Amarla es respetar sus leyes, cuidar sus recursos, asumir la ciudadanía de los deberes, defenderla de sus enemigos internos y de las agresiones externas. Patria es más que una bandera, un canto nacional o una apología al pasado. “Patria es aquella porción de la humanidad que vemos más cerca, y en que nos tocó nacer” apuntaba Martí.
Nunca fueron tan pertinentes las admoniciones de Juan Pablo Duarte sobre la nación a la que aspiraba, y es que, si bien sus luchas nos liberaron del dominio extranjero, hoy prevalece un sistema de convivencia permisivo y sin consecuencias. Pocas veces el orden estuvo tan relajado, un cuadro en el que el respeto a la ley parece discrecional y la autoridad pierde moral para imponer su acato.
Es cierto, la sociedad crece, la nación se fortalece, el país progresa, pero la patria desmejora. Podemos ensanchar la clase media, consolidar la institucionalidad formal, mejorar las condiciones de vida, pero sin un sentido de pertenencia que le dé cohesión al colectivo no tendremos desarrollo. Y esto último tiene que ver con patria, porque supone la integración efectiva y armoniosa de las partes en un todo unitario para la consecución de metas comunes. Hoy cobra fuerza y vigencia esta palabra eterna del patricio: “Sed justos lo primero, si queréis ser felices. Ese es el primer deber del hombre; y ser unidos, y así apagaréis la tea de la discordia y venceréis a vuestros enemigos, y la patria será libre y salva. Yo obtendré la mayor recompensa, la única a que aspiro, al veros libres, felices, independientes y tranquilos”. Amén.