Frenar el proceso de desnacionalización (3 de 4)
Lo más grave es que se ha ido constituyendo una población de haitianos indocumentados que ya ocupan porciones extensas del territorio
La existencia y expansión del mercado de trabajo informal (sin protección social), junto al incumplimiento de las normas migratorias y de la relación 80/20 de dominicanos por extranjeros, facilita la inmigración masiva de haitianos, mantiene condiciones deprimidas en el mercado formal (salario), desplaza a los dominicanos de sus puestos al no encontrar oportunidades de trabajo digno y los induce a emigrar al exterior en busca de mejores horizontes.
La expulsión de dominicanos hacia el exterior es una de las consecuencias más desgarradoras de este proceso. Familias separadas, desmembradas.
El número de dominicanos desplazados que vive fuera del país crece en la medida en que se desmoronan sus ilusiones por un terruño que les de mejores condiciones de vida. Y como no han perdido los vínculos ni el apego a sus familiares cercanos, envían andullos de remesas en moneda extranjera.
De esas remesas se pondera con alegría su significativa ayuda para nutrir el mercado de divisas, frenar el ascenso del tipo de cambio. En los últimos tiempos se han constituido en una de las figuras relevantes de ingresos de divisas, por encima de las exportaciones de zonas franca y en aguda competencia con el turismo.
Nadie repara en que son el producto del desarraigo del dominicano de su terruño, de la insuficiente articulación de la estructura productiva, ni observa que inducen hábitos distintos a los valores que se desprenden del hecho de tener que ganarse el pan con el sudor de la frente.
Tampoco se pondera que, al igual que la llamada enfermedad holandesa, perjudican la competitividad de las exportaciones de bienes y servicios, y por esa vía deprimen el mercado de trabajo, desplazan más dominicanos de sus empleos y los alientan a abandonar el país, dejando un vacío que lo llena la inmigración haitiana. Un círculo vicioso.
Las remesas se conjugan con la política social tendente a otorgar subsidios generalizados bajo la prédica de que constituyen mecanismos de atenuación de la pobreza. De ahí surge la subcultura del “dao público”.
Los gobiernos han entregado tarjetas para esto, tarjetas para lo otro, al tiempo que se hacen de la vista gorda en el cobro de servicios públicos como la electricidad. El “dao” fomenta el parasitismo social, terreno movedizo peligroso para la seguridad pública y la tranquilidad social. La remesa también llega como “dao”. Todo esto se opone a la idea de enseñar a pescar para que cada cual se apodere de su propio destino.
Las inversiones públicas se concentran en las grandes obras en las ciudades, relacionadas sobre todo con el transporte (metro, autobuses, trenes, avenidas, calles, puentes), mientras las migajas se dirigen hacia el campo.
Como si fuera poco, parte del gasto público se enfoca en propiciar la disponibilidad de alimentos baratos para las urbes a costa de causar pérdidas o baja rentabilidad a los productores agropecuarios, lo cual desestimula el emprendimiento, vacía al campo de población dominicana y deja el terreno abonado para que lo ocupen los indocumentados. Vivir y trabajar en el ámbito rural no es estimulante. Ahí anida la inmigración ilegal.
Lo más grave es que se ha ido constituyendo una población de haitianos indocumentados que ya ocupan porciones extensas del territorio. Se hacen acompañar de mujeres embarazadas que han encontrado en los hospitales del país la solución a sus necesidades de salud, aun a costa de desplazar a mujeres dominicanas que no encuentran cupo en sus instalaciones, o que reciben un servicio de calidad inferior al esperado dada la escasez de recursos para atender la demanda desbordada.
Algún día esa masa poblacional querrá reclamar derechos políticos, sin que hayan sido autorizados a ingresar ni muestren intención alguna de aceptar ni asimilar los parámetros culturales dominicanos.
Lo hasta aquí señalado son problemas que se han ido acumulando por decenios.
Nótese que nuestra seguridad, nacionalidad, soberanía y perspectiva de desarrollo están seriamente amenazadas no solo porque existen fuerzas externas que se empeñan en que la República Dominicana cargue con el costo de la redención de Haití, algo imposible de asumir.
La mayor amenaza procede de nuestra propia conducta. Hemos cerrado los ojos ante la indolencia y corrupción que permea a quienes deben cuidar con celo nuestra frontera. Y hemos permitido que prevalezcan intereses económicos, normativas dañinas y políticas que en el largo plazo afectan la nacionalidad y soberanía.
Sólo podremos conservar el Estado y la nación representada por la enseña tricolor si la clase política, económica, laboral, profesional, las fuerzas vivas, se unen y acuerdan poner fin a la sucesión de errores que han llevado al peligroso momento en que se encuentra la patria dominicana.