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No somos los más buenos

Entre las operaciones Antipulpo, Coral y Coral 5G, Operación 13, Medusa y la más reciente, Calamar, se establece un monto global de 33.5 mil millones de pesos distraídos. Si eso no nos trastorna, deberíamos revisarnos como nación

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No somos los más buenos

Hay académicos y políticos que califican como "moralistas" a los que censuramos la corrupción pública. El vocablo es peyorativo y con él se sugiere cierta forma de fariseísmo.

A esos calificadores los he dividido en dos grupos: los sinceros y los interesados. Los primeros son los que creen que la lucha en contra de la corrupción está cargada de subjetivismos y anulaciones ad hominem; los segundos se oponen por conveniencia personal o prejuicio político.

Entre ambos se trenza una razón cada vez más ciega: la intolerancia; hasta el punto de no querer aceptar la existencia de una posición legítima. Desde esa postura, todo el que reclama acciones en contra de la corrupción busca notoriedad, lo hace por esnobismo o guarda una intención no revelada, como la envidia o el resentimiento social.

Particularmente no advierto la relación causal entre la moral personal y la demanda por la transparencia pública. Moralizar el derecho a una gestión ética del Estado no es razonable. Busca estigmatizar a los que reprochamos el estado de pasividad estatal y social frente a la corrupción pública. La mayoría lo hacemos por derecho, no por estimarnos más buenos o serios. Tampoco la denuncia social de la corrupción es una cruzada santa de los mejores ciudadanos en contra del resto; se trata de una cuestión de sentido racional y hasta de conveniencia.

El discurso anticorrupción no es una postura moral; sencillamente parte de un mal negocio para el ciudadano: así, mientras unos se esfuerzan por trabajar y pagar impuestos; otros, por llegar a un cargo público y gestionarlo como un negocio propio. Eso es inaceptable.

En un Estado funcional de derecho, quien administra la cosa pública es sujeto de un régimen de lealtad, transparencia y rendición de cuentas tasado por las leyes. Violarlo acarrea, en teoría, consecuencias. Es socialmente irresponsable no exigir el cumplimento de las sanciones legales por una razón básica: los bienes y fondos públicos son de todos.

Reclamarle a la autoridad pública que aplique las consecuencias en contra de un funcionario no es una acción política ni moral, es un acto de ciudadanía... y punto. Exigirle a los gobernantes sujeción a la ley no debiera convertir a quien lo hace en un paladín -para los ciudadanos- ni en un provocador -para los que gobiernan-; debiera ser una conducta ciudadana estándar.

Llevar esta expresión al terreno de lo moral es para los corruptos la oportunidad de atacar en su propio terreno; así, bastaría descalificar al oponente con un ataque moral y justificar de esta manera sus despropósitos.

Imputar la condición de "superioridad moral" a quienes se sensibilizan con este problema es una villanía. Y es que, para los calificadores, sinceros e interesados, en el país no ha pasado nada: la corrupción parece ser un pretexto para ganar simpatías electorales, la persecución penal es una cacería de brujas, los expedientes son fichas policiales y los procesos juicios inquisitorios.

Entre las operaciones Antipulpo, Coral y Coral 5G, Operación 13, Medusa y la más reciente, Calamar, se establece un monto global de 33.5 mil millones de pesos distraídos. Si eso no nos trastorna, deberíamos revisarnos como nación. Son cifras monstruosas en cualquier contexto. Se trata de un monto casi igual al presupuesto consolidado de los ministerios de Agricultura, Trabajo, Obras Públicas, Turismo y de la Mujer correspondiente a este año.

Mientras el Estado dominicano paga, solo de servicios de la deuda pública, un monto equivalente al 3.0 % del PIB, es decir, 26 pesos por cada 100 de ingresos tributarios, la obsesión de algunos es que la anticorrupción sea una pose de doble moral. La sociedad dominicana debe "normalizar" la persecución judicial de la corrupción como forma de oxigenar su futuro. Es insostenible mantener el estado de impunidad prevaleciente.

Otro tatuaje que se le ha imputado a la retórica anticorrupción es el de la antipolítica. Algunos han sugerido que el expediente de la corrupción ha sido un arma política de los "antisistema" para destruir a los partidos. Nada más lejano. Lo que se busca con un Estado ético no es subvertir el sistema; es afirmarlo mediante las correcciones apropiadas a su gestión. Si en algo está clara y determinada la sociedad dominicana es en vivir en democracia, pero también en desarrollo. La corrupción es el primer tropiezo en esa aspiración. La lucha debe ser de todos: buenos, malos, hombres, mujeres, blancos, negros, pobres, ricos, políticos, ciudadanos...


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Abogado, ensayista, académico, editor.