Nuestra corrupción: bruta, vulgar y cara
Cuando robar al Estado no requiere inteligencia, solo descaro
La corrupción pública, como práctica consuetudinaria, ha tenido muy pocos cuidados en la República Dominicana. La primera razón ha sido su amparo en la impunidad. Es obvio que cuando no existe firmeza política para actuar ni fortaleza orgánica para perseguir, resulta vano crear ingenierías complejas para encubrirla.
La garantía política de que la corrupción no es perseguible en la República Dominicana se erige en licencia para hacer del fraude una intención ya implícita en la gestión pública. La presunción cultural es que quien va a un cargo lo hace para enriquecerse. Así, los llamados "negocios del poder" se constituyen en fuente primaria de movilidad social y componente activo de la economía sumergida.
Las grandes investigaciones judiciales en contra de la corrupción, y que se ventilan actualmente en los tribunales, revelan patrones muy básicos de ejecución. Se trata, en la mayoría de los casos, de prácticas burdas y simples de fácil reconocimiento.
Encontrar, por ejemplo, empresas licitadoras constituidas semanas antes de la fecha de la adjudicación y sin acreditar ninguna actividad en el área concernida es una práctica estándar en materia de contrataciones públicas. Pero más torpe aún es colocar como socios a personas sin probada solvencia y con lazos de parentesco o vinculación a funcionarios, incluyendo de la propia cartera que organiza la licitación. Solo la convicción de que sus autores no serán investigados convierte a las defraudaciones al Estado dominicano en las operaciones más descaradas del mundo.
En países más institucionalizados, la corrupción de alto perfil suele instalarse sobre fuertes organizaciones criminales que operan como una verdadera empresa, en las que se entrelazan complejas estructuras jerárquicas divididas por especialización, contando con líneas de mando y control, tecnologías, logística e instrumentos de lavado para reinvertir y legitimar las ganancias. Aquí estamos muy lejos de eso. No se "invierte" en la criminalidad económica, se roba burdamente.
Alcanzar ese nivel de sofisticación resultará de la eficacia de la actividad persecutoria del Estado y del desmonte de la vieja cultura de impunidad, pero, mientras esta imponga su imperio, la corrupción seguirá siendo grotesca y ramplona. Solo cuando esos factores se hagan robustos, tal práctica buscará maneras más seguras para ocultar la identidad de sus operadores. En ese interés suelen crearse complicados diseños corporativos de control a través de cientos de sociedades offshores superpuestas que hacen perder la identidad de los beneficiarios finales, las conexiones de complicidad y la línea de trazabilidad del dinero ilícito.
Es tan extravagante la desfachatez revelada en algunos expedientes conocidos, que los fondos producidos por la actividad criminal ingresaron a la banca nacional sin inconvenientes, y ni hablar del Banco de Reservas, principal entidad de intermediación financiera controlada por el propio Estado, que, en algunos casos, obró como facilitador operativo de las tramas defraudadoras. Lo peor: no hubo ni habrá consecuencias.
Hoy, a pesar de los cambios legislativos y los reconocimientos internacionales, la principal práctica de corrupción en la República Dominicana se anida en los procesos de compras y contrataciones del Estado. El sistema sigue viciado a pesar de los petardos con los que el Gobierno anuncia sus logros.
Existe un mercado dominado por un oligopolio de contratistas que financian a todos los candidatos presidenciales; a cambio, controlan y se reparten las contrataciones de grandes obras. A esas esferas no llegan las cancelaciones/suspensiones de licitaciones ni reportajes de los programas de investigación. ¿Razones? Son poderosas estructuras de poder económico; centros inmutables de poder que reversan porcentajes ya tarifados a favor de altos despachos y de partidos.
En esas alturas se tipifican las pericias más sutiles para viciar las licitaciones, como las siguientes: a) adecuar los términos de referencia a las cualificaciones de un determinado licitador (especificaciones pactadas); b) filtrar datos confidenciales a uno de los licitantes para que presente la mejor propuesta técnica o financiera; c) manipular las ofertas por parte del personal de contratación; d) dividir las compras para evitar los umbrales de una licitación competitiva; e) realizar ofertas colusorias mediante acuerdos convenidos entre varios licitadores para suprimir o rotar ofertas o repartir mercados; f) crear y proponer licitadores ficticios con ofertas infladas para que la real gane por mejor precio o presupuesto.
En el mercado de las contrataciones públicas se enquistan también los intereses de los propios funcionarios, quienes, a través de prestanombres, negocian consigo mismos. Ganan en las sobrevaluaciones de las obras, bienes o servicios a través de licitaciones manipuladas. Cuando no participan de esa manera, entonces se conforman con una comisión/pago de reverso que ya viene cubierta con la sobrevaluación de la obra, suficiente para un retiro solaz de vida. Se trata de esquemas corrientes y previsibles que han sostenido por décadas la corrupción en todos los gobiernos. Una nueva ley de contrataciones públicas como la recién aprobada 47-25 es importante, pero no es suficiente. Más que un problema normativo, es esencialmente operativo y de control.
Las tramas fraudulentas del caso Senasa develarán la poca inteligencia puesta en juego en la práctica de la corrupción. La sociedad conocerá los mecanismos más groseros de defraudación. Parece inverosímil que sus presuntos autores tuvieran la cándida creencia de que sus timos no iban a ser descubiertos; solo la certidumbre de una razón poderosa (como la impunidad) los llevó a asumirse inmunes y protegidos. Pero el apetito hizo grande al monstruo; tanto, que no hubo manera de arroparlo de cuerpo entero.

José Luis Taveras