Chile: El poder no lo autoriza todo
Cuando perder no significa ser excluido, la lección institucional de Chile
América Latina no se caracteriza por transiciones ordenadas.
El cambio político, en la región, suele vivirse como ruptura: con el pasado, con el adversario, con las reglas. Por eso Chile resulta hoy un caso incómodo de analizar. No porque lo haya hecho todo bien, sino porque ha evitado hacer lo que tantos otros países repiten.
Tras el estallido social de 2019, Chile entró en un ciclo de cuestionamiento profundo a su modelo político e institucional. La calle ganó centralidad, la indignación se volvió lenguaje y la refundación pasó de consigna a expectativa. El proceso constituyente que siguió prometía cerrar heridas, pero terminó abriendo un período prolongado de incertidumbre. La expectativa de corregir derivó rápidamente en la tentación de rehacerlo todo. Dos proyectos constitucionales, distintos en su forma, pero similares en su ambición refundacional, fueron rechazados por la ciudadanía.
El dato relevante no es solo electoral. Es institucional.
Chile dijo dos veces que no. No a textos específicos, sino a la idea de que el sistema podía rehacerse sin costos, sin límites y sin acuerdos amplios. Ese doble rechazo marcó un punto de inflexión.
En ese contexto, la alternancia política posterior no se vivió como revancha. Ganó un candidato de derecha; perdió una candidata comunista. Pero la transición no estuvo dominada por el ajuste de cuentas ni por la deslegitimación mutua. Y eso, en América Latina, no es menor.
Lo verdaderamente llamativo del caso chileno no es quién ganó, sino cómo se ha aprendido a procesar la pérdida. En una región donde perder elecciones suele vivirse como exclusión del sistema, Chile ha venido mostrando algo distinto: la derrota no implica deslegitimación del orden. Ni quien gana actúa como propietario del Estado, ni quien pierde lo trata como un botín arrebatado.
Ese comportamiento no es ideológico. Es institucional.
Supone aceptar que el Estado no pertenece a quienes gobiernan ni a quienes aspiran a hacerlo, sino a una arquitectura más amplia que debe sobrevivir a ambos. Cuando ese principio se respeta, la política deja de ser una amenaza existencial y vuelve a ser un mecanismo de corrección.
En ese sentido, el respeto entre adversarios no es solo un gesto moral ni un acto de cortesía democrática. Es una forma de reducir costos. Costos sociales, económicos, humanos y de incertidumbre. La previsibilidad que surge cuando las reglas no se ponen en duda en cada alternancia se traduce en algo muy concreto: confianza.
Esa confianza —frágil, siempre provisional— es uno de los activos más escasos en América Latina. Y cuando existe, incluso de manera imperfecta, convierte a un país en un interlocutor confiable, dentro y fuera de sus fronteras. No porque haya eliminado el conflicto, sino porque ha aprendido a contenerlo.
Lo que Chile parece haber entendido —no sin tropiezos— es que la cohesión social no se construye únicamente desde la identidad ni desde el relato compartido, sino desde algo menos épico y más exigente: el compromiso colectivo con un orden común. Ese orden no elimina el conflicto; lo hace manejable. No suprime la discrepancia; la vuelve procesable.
En América Latina solemos pensar la cohesión como unanimidad o como victoria cultural de un sector sobre otro. Pero cuando la cohesión se confunde con homogeneidad, el desacuerdo se vuelve amenaza y la alternancia, riesgo. El resultado es conocido: cada cambio de poder eleva los costos del disenso y profundiza la desconfianza.
Chile ofrece una secuencia distinta. Tras años de impugnación, protestas masivas y experimentos institucionales fallidos, la corrección no vino de un nuevo diseño total, ni de un consenso artificial ni de una imposición autoritaria, sino de una aceptación tácita de límites. No todo puede rehacerse al mismo tiempo.
Esa aceptación de límites —incómoda para quienes creen que gobernar es refundar— es lo que permite que la política vuelva a cumplir su función básica: administrar tensiones sin destruir el marco que las contiene. Cuando eso ocurre, el Estado recupera una cualidad esencial que suele perderse en contextos polarizados: previsibilidad.
Hemos aprendido a discutir el texto como si fuera lo decisivo, cuando en realidad es el contexto democrático el que hace posible la república. La previsibilidad no es una abstracción. Reduce la volatilidad económica, modera la ansiedad social y envía una señal clara al entorno internacional. Un país que puede alternar el poder sin poner en duda sus reglas se reconoce confiable no por su ideología, sino por su conducta. Y en el mundo actual, la conducta pesa más que el discurso.
Chile no resolvió todos sus problemas ni cerró sus tensiones. Lo que hizo fue algo menos vistoso y más difícil: aceptar límites. En una región donde el poder suele confundirse con la posibilidad de empezar de cero, ese gesto resulta casi contracultural. No se trata de renunciar al cambio, sino de entender su naturaleza: las democracias no se reinventan cada vez que alguien gana, se corrigen a lo largo del tiempo.
Y no todo mandato habilita a empezar de nuevo.
No todo mandato habilita a romper el sistema que lo hizo posible.

Nelson Espinal Báez