SENASA: más allá de la rabia
La corrupción del SENASA es el síntoma de una cultura política enferma
Pedirle a un pueblo indignado que consuma todo su furor en unos días es no tener sentido común, más frente a una defraudación, como la del SENASA, que quebró la solvencia de un sistema de atención sanitaria orientado a los más necesitados. Justo es enojarse, protestar y hasta maldecir.
Pero no basta con agotarse en la catarsis. Hay que madurar en el reclamo hasta que la reparación social vaya más allá de la expiación judicial. Debemos llegar al centro y pedirles a los Gobiernos políticas, ingenierías y planes. Que nos eviten los discursos y las necias comparaciones de cuáles han tenido más o menos corruptos, un consuelo de estúpidos.
En sus perfiles operativos, la trama del SENASA no es nueva; responde a viejas prácticas que han afectado por tiempo a un sistema vulnerable, evidenciando lo fácil que es burlar sus "controles". Gobiernos van y vienen y la única oferta de los candidatos es llegar al poder para, según ellos, "acabar" con la corrupción, como si solo bastara su palabra. Al final, cada gestión termina ahogada y sin un balance relevante en logros.
El presente Gobierno, que se instaló con la marca de la transparencia, ya hizo una decepcionante capitulación: ahora no es evitar la corrupción; es impedir la impunidad. Es más que nada una rendición política porque, en ausencia de una reforma integral (que nunca presentó), era ingenuo pensar que iba a hacer historia solo con "buenas intenciones". La lucha en contra de la corrupción es cruzada poética si no se consolida en robustas políticas de Estado.
Existe una noción sociopolítica llamada cultura política, que es el conjunto de ideas, valores, actitudes, hábitos y tradiciones compartidos sobre la comprensión del sistema político y el rol de cada ciudadano en él. La corrupción estatal está prohijada por la cultura política; lleva su ADN. Es bajo su lupa que se hallan respuestas a preguntas como estas: ¿Qué se busca en la política? ¿Para qué se quiere ser funcionario? ¿Qué se pretende con aportar dinero a un partido/candidato? Si las respuestas resultan mayoritariamente las mismas para simpatizantes de distintos partidos, tendremos entonces una actitud de cultura política.
Los partidos políticos son agentes de construcción, promoción y mantenimiento de esa cultura. Nuestro problema con la corrupción de Estado es que la participación política se hace principalmente para ocupar una posición/negocio en el Gobierno y, a través de ellos, lograr la rotación social no obtenida con una carrera empresarial o profesional. Legítima o no, es la expectativa cultural del que hace política partidista en la República Dominicana. De manera que, si el Estado no está provisto de las debidas defensas y resortes frente a esa predisposición cultural, tendrá un problema de anomia.
Un ejemplo de la incidencia de la cultura política en la corrupción del Estado es la práctica de la "inversión electoral". Resulta que las campañas electorales se han encarecido enormemente porque la oposición ha tenido que competir con el uso de los recursos del Estado al que apelan los partidos oficiales. Eso obliga a los partidos sin gobierno a ofrecer plazas electorales a personas dispuestas a invertir (narcotraficantes, lavadores y otros) o a colaborar bajo la premisa implícita de una compensación redituable ya en el Gobierno.
Ese adeudo se paga con contratas, negocios y puestos, condiciones que vician las contrataciones públicas, los cuales deben privilegiar a esos licitadores. Otras veces son los mismos jefes de movimientos de apoyo electoral o los recaudadores de fondos de campañas que son nombrados con su gente en despachos de altos presupuestos en el Gobierno, como fue el caso de Santiago Hazim, exdirector ejecutivo de SENASA.
Nuestra institucionalidad ética es frágil; sus controles, débiles. Tenemos una Cámara de Cuentas ineficiente y tradicionalmente politizada. El propio presidente Abinader en el pasado gobierno tuvo que suplir sus deficiencias disponiendo auditorías no vinculantes practicadas por la Contraloría General a pesar de su incompetencia legal.
Por su parte, la Dirección General de Contrataciones Públicas no realiza licitaciones, solo actúa como órgano técnico/normativo en la materia con facultades para supervisar, a través de monitoreos preventivos, los procedimientos de contratación y disponer su suspensión provisional cuando, en ese ejercicio, detecte violaciones a la ley, irregularidades o inconsistencias, entre otras razones. Las contrataciones las hacen los comités de compras de distintas instituciones del Gobierno, permeadas, muchas veces, por la influencia de sus titulares y de una estructura predatoria de contratistas que ya conocen las mil maneras de "trabajar" las contrataciones.
De su lado, la Ley núm. 311-14, que instituye el Sistema Nacional Autorizado y Uniforme de Declaraciones Juradas de Patrimonio de los Funcionarios y Servidores Públicos, aprobada, según sus motivaciones, para hacer más "eficiente la presentación del inventario de los bienes" y facilitar la detección del enriquecimiento ilícito, ha sido un marco probadamente ineficiente. Aparte de ser defectuosa, esta ley quedó trunca en sus objetivos, ya que, si bien impuso sanciones a la omisión o falsedad de la declaración, no definió el enriquecimiento ilícito como infracción, cuya presunción supone la no presentación de la declaración o su inconsistencia. Este concepto aparece de forma abstracta y apenas insinuado, sin una tipificación penal concreta. De manera que al momento de imponer las penas del enriquecimiento ilícito surgen las sombras interpretativas.
El ordenamiento de control, supervisión y rendición de cuentas del Estado precisa ser reforzado no solo con leyes, sino en su dinámica operativa.
La indefensión nos deja a expensas de la buena voluntad del presidente de la República y lo que este logre trasmitir al resto de la Administración. El caso SENASA evidenció, sin embargo, que a pesar de la intención pública del presidente Abinader por una gestión sana, tal mística no caló en todos sus funcionarios. De manera que, si ni una condición como esa pudo ser factor disuasivo para contener desmanes, a la sociedad le toca exigir controles preventivos fuertes y mecanismos eficaces de supervisión. No podemos aceptar la corrupción como mal irremisible o felicitarnos por no dejarla impune. La idea es evitar que se cometa, más que perseguir su castigo. En ese propósito la rabia social nos motiva, pero al final resultará de una exigencia racional y no emocional.

José Luis Taveras