La negociación que se cerró en Navidad
Negociar no es un pulso, es inteligencia compartida

Recuerdo que era ya de noche.
Recuerdo también que eran días previos a Navidad.
Llevábamos horas encerrados en una sala de conferencias. La negociación era grande. Muy grande. Compleja. Llena de cifras, riesgos, posiciones rígidas y silencios densos. Nadie estaba "ganando", pero todos sabíamos —por experiencia— que seguir empujando tampoco nos llevaría a un buen lugar.
Fue entonces cuando entró a la sala la señora de la limpieza.
Tenía más de treinta años trabajando con mi cliente. Conocía esa empresa no desde los balances, sino desde su vida cotidiana. Mientras recogía tazas, ordenaba papeles y limpiaba la mesa, escuchaba. No por curiosidad, sino por haber estado ahí durante décadas, viendo pasar personas, conversaciones y decisiones.
El fundador de la compañía dijo entonces una frase.
La dijo con la naturalidad de quien habla frente a personas que han estado ahí toda la vida, sin calcular destinatarios ni jerarquías.
Y se detuvo un instante.
Ella levantó la vista, sonrió y respondió.
No habló de cláusulas ni de valoraciones. Dijo algo simple. Algo evidente. Algo que ninguno de nosotros estaba viendo en ese momento, precisamente porque seguíamos atrapados en el marco equivocado del problema.
En ese instante se produjo el silencio correcto.
Con el tiempo confirmé que no fue fruto del azar. Aquella cercanía silenciosa, acumulada durante décadas, explicaba por qué, en ese momento, muchos de nosotros no estábamos viendo cómo las organizaciones se sostienen —o se desgastan— desde dentro.
Ese silencio no es casual en negociación. Es el momento en que la discusión deja de girar alrededor de posiciones y empieza a girar alrededor de intereses reales. Cuando las partes dejan de preguntarse quién cede y comienzan a preguntarse qué problema están tratando de resolver juntas.
Ese momento confirmó una lección conocida: que las negociaciones complejas no se destraban con más urgencia, sino con una mejor lectura del sistema humano en el que ocurren.
Negociar con impaciencia es como ir al supermercado con hambre: se paga más y se compra lo que no se necesita.
La frase de aquella mujer permitió reencuadrar la conversación. No cambiamos las cifras; cambiamos la lógica. Dejamos de tratarnos como adversarios y empezamos a pensar como un equipo frente a un problema común. Cuando eso ocurre, la negociación deja de ser un pulso y se convierte en un ejercicio de inteligencia compartida.
Días después —el 24 de diciembre— cerramos el acuerdo.
Con los años he confirmado una convicción que guía mi práctica profesional: el buen negociador no es el que se sale con la suya, sino el que logra una solución que las partes puedan sostener en el tiempo. Porque quien no comprende los intereses de su contraparte —y los propios— no está negociando; está apostando.
No fue casual tampoco que esa confirmación ocurriera en vísperas de Navidad. Hay momentos en los que el ruido baja, la prisa se repliega y la escucha se afina. No porque desaparezcan los problemas, sino porque cambia la forma de mirarlos.
Negociar, en su expresión más alta, exige justamente eso: leer el sistema humano completo, comprender los intereses reales y mantener una apertura genuina a ideas que pueden venir de cualquier lugar. Cuando uno solo escucha dentro del perímetro habitual, suele confirmar lo que ya sabe; cuando amplía la escucha, aparecen posibilidades que antes no existían.
Aquella noche, en una sala de conferencias, confirmé —una vez más— que incluso en las negociaciones más grandes, la clave puede venir de donde nadie está mirando. Y que cerrar un acuerdo en Navidad puede recordarnos que negociar no es solo cerrar un contrato, sino reconciliar la inteligencia estratégica con la condición humana.

Nelson Espinal Báez