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A Luisa, a casi un mes de su partida

Luisa Luna Bencosme, de Rodríguez, era su nombre. Paz eterna y profundo agradecimiento por haber iluminado la vida de Francisco, hijos, nietos, hermanos y de todos quienes por parentesco o amistad la conocimos y tuvimos la oportunidad de tratarla en plenitud.

Allá, en mi pueblo viejo, el de antes, la conocí. Tenía dos años menos que yo. Delgada, extrovertida. No había resquicio alguno que pudiera escapar de su desbordante personalidad. Era la auténtica expresión de la espontaneidad y de la alegría.

A muy temprana edad inició relaciones amorosas con uno de mis amigos de infancia, luego convertido con el paso de los años en mi hermano para siempre. Desde aquella época, concretaron su unión e hicieron que germinaran frutos que dieron más sentido a sus vidas.

Ella, de temperamento fuerte, dominante. Él, dotado con el don de prodigar la amistad como norma de echar raíces profundas en la sociedad.

En las reuniones que con frecuencia se celebraban para compartir la dicha de seguir tejiendo la amistad, él se quedaba observándola con aprobación y regocijo cuando, llena de gracia, contaba aquellas historias de humor que tanto le gustaban. En esos momentos, no disimulaba que la admiraba.

Fue el pilar inconmovible en que él se apoyó para desarrollar su labor emprendedora, empresarial. Reclamaba con orgullo y gallardía su sitio, procuraba estimación, consideración y cariño.

Su relación terminó hace pocas semanas, cuando un ángel se la llevó, sin que nadie pudiera impedirlo.

Sucedió de improviso, en la etapa en que más compenetrados estaban, porque a la atracción original se unían años de compartir alegrías y tristezas, de comprobar cada uno que sin el apoyo del otro nada hubiera podido ser igual.

Ocurrió cuando ya ella comprendía, no sin un profundo dejo de resignación, los caprichos de su pareja, empeñado en rodearse de contertulios para atenuar los duros avatares de la vida y para regocijarse con los cortos intervalos de conquista de objetivos terrenales.

Su despedida tuvo lugar justo cuando ambos se daban cuenta a plenitud de que habían acertado en su elección mutua: eran el complemento perfecto el uno del otro. Juntos se daban paz, amor, tranquilidad, seguridad.

Ahora que ella se ha ido, solo cabe recordarla como su fiel y abnegada compañera.

No es un simple decir, fue una madre extraordinaria para los tres hijos que procrearon; una abuela encantadora para sus nietos, a quienes mimaba y adoraba con locura; protectora y generosa con sus hermanos. Para ella, la familia lo era todo. Y los amigos cercanos también formaban parte de su núcleo familiar.

Siendo joven, abrazó con fervor la religión. Y trató de arrastrar a su marido hacia la fe. Él se satisfacía queriendo creer en que si hubiera un salvador de las almas, ella arrastraría la suya hacia el paraíso.

Hasta el último hálito trató de mantenerse hermosa; cultivó su cuerpo con esmero por medio del ejercicio físico cotidiano; mantuvo una alimentación sana. Quería ser la muchacha adolescente que lo cautivó y que no desfalleciera nunca el amor que los unía.

Lo hizo también para darle el ejemplo de que cuidándose a si misma, con el sacrificio que comportaba, lo estimularía a imitarla en sus hábitos.

Pero el destino es inescrutable y a veces pérfido.

Es increíble, y, por qué no, hasta injusto, que se hubiera cumplido lo que él, con socarronería le decía, para picarla en su amor propio y escaparse de las críticas que ella le hacía por la falta de interés en el cuidado de su salud: ?-déjame así como soy, con mi sistema de vida, pues de cualquier manera algún día me habré de morir, mientras que tú también vas a morir, pero estando sanita.

Y sana se murió, cuando en mejores condiciones físicas lucía. Corroída por una enfermedad súbita y maligna, que asaltó su fortaleza física y terminó doblegando su resistencia férrea.

Murió consciente de que no importaba lo que se hiciera para tratar de ser longevo, pues cuando la portadora de la guadaña silenciosa toca la puerta, no hay más remedio que inclinar el cuello y decir adiós.

Es lección dura.

No hay forma de encontrar explicación al misterio de la muerte, al vacío estremecedor, a la aniquilación por siempre del yo, salvo, quizás, atenuando el desgarro a través de las creencias en la existencia de un mundo situado más allá de lo que la mente alcanza a comprender, sustento del fervor religioso, o resignándose a admitir que ese yo en realidad no muere, pues continúa viviendo a través de la descendencia que contiene pequeñas partículas de uno mismo.

El ser humano es mortal; en cambio, los genes son eternos.

En la misa celebrada a los 9 días de su partida, el cura de su parroquia y confidente de sus angustias hizo saber que su mano dadivosa ayudó a prodigar, sin que nadie lo supiera, la solidaridad a quienes lo necesitaban y estuviera al alcance de sus medios.

Luisa Luna Bencosme, de Rodríguez, era su nombre. Paz eterna y profundo agradecimiento por haber iluminado la vida de Francisco, hijos, nietos, hermanos y de todos quienes por parentesco o amistad la conocimos y tuvimos la oportunidad de tratarla en plenitud.

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