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Autoengaño

Me sumaré a la conformidad acomodada de los adaptados, aun consciente de que es más peligrosa que la tensión que se sedimenta en los suburbios. Al menos esta se doma con migajas; aquella, en cambio, crea ilusiones sobre rendimientos irreales del sistema.

A veces quisiera soltar, como aquellos que viven recogidos en sus comodidades y creyendo que lo que a diario ven no tiene que ver con ellos. Sí, pasar por alto las cosas y... callar. Me lo he propuesto como cuando cada enero uno hace una lista de propósitos. Esos que empiezan a diluirse a mediados de abril. Estoy a medio camino de ese designio en el que he resuelto abandonar lo que me carga; de tender únicamente aquellas conexiones ligadas a mi tranquilidad; de asumir el “individualismo productivo” de los tiempos y vivir el sueño del éxito en el corazón de las tragedias.

Algo así como aceptar la normalidad de lo absurdo sin sentir vértigos ni culpas. Quizás, como una vez declaró el actor escocés Ewan McGregor: “Ahora voy a reformarme y dejar esto atrás. Estoy deseándolo, voy a ser igual que vosotros. El trabajo, la familia, el televisor grande que te cagas, la lavadora, el coche, el equipo de compact disc y el abrelatas eléctrico, buena salud, colesterol bajo, seguro dental, hipoteca, piso piloto, ropa deportiva, traje de marca, bricolaje, teleconcursos, niños, paseos por el parque, jornada de nueve a cinco, jugar bien al golf, lavar el coche, jerséis elegantes, navidades en familia, planes de pensiones, desgravación fiscal... Ir tirando, mirando hacia delante, hasta el día en que estire la pata”.

Probaré vivir esa abstracción egoísta sin apelaciones de conciencia. ¿Por qué seguir atado al drama de los demás si puedo vivir “mejor”? Y lo haré para comprender cómo ser feliz en un medio de tantos apremios. He empezado a observar la actitud de “los adaptados” para probar si de alguna manera se me pega algo. Quisiera saber cómo ignorar lo que no convoca mis intereses, cómo estar sin convivir, cómo acomodarme tan plácidamente a tantas distopías, cómo hablar del futuro sin hacer nada relevante para construirlo, cómo invertir sobre un polvorín social sin espantos, cómo llamar a las cosas por lo que no son, cómo creer que los cambios pueden darse sin planes, compromisos ni conducciones, cómo fantasear con un orden racional en condiciones primitivas de convivencia, ¡cómo vivir el maldito autoengaño!

A partir de esa decisión empezaré a pensar que si yo estoy bien el país mejor; que cada quien es responsable de su suerte; que los problemas colectivos son asuntos del Estado; que basta crear riqueza, tributar y dar empleo para agregar valor social; que mal que bien hemos avanzado a pesar de los fatalismos; que hemos sorteado oscuros trances históricos; que vivimos mejor que antes y que muchos países de la región.

Es así como se piensa, se cree y se aporta en la lógica liberal del statu quo. En la estructura de pensamiento de sus elites no hay separación entre el deber ser con el ser, como si las instituciones operaran para lo que fueron creadas, como si los gobernantes estuvieran sujetos a un régimen de responsabilidad real o como si el sistema funcionara óptimamente. Y creo que esa creencia es consistente con la actitud de vida que supone el autoengaño; quizás los adaptados tengan razón y solo asumiendo las cosas como debieran nos convencemos de que es posible que sean. El problema es que para los contestatarios genéticos como yo la conformidad, la neutralidad y el falso optimismo no generan cambios, al menos en la hondura que precisa una sociedad de históricas insolvencias. He pensado, quizás erráticamente, que participar dejó de ser elección: es obligación; que creer que las cosas seguirán como están, desde la omisión o la inacción individual, es el acto más ingenuo del mundo; que cuando los políticos y líderes han desertado de forma consciente a la dignidad confiada por sus ciudadanos a estos les cuesta asumir como propia esa representación. Pero ¡mierda! La idea es vivir: exhibir mis éxitos en la crónica social, disfrutar las bondades del paisaje de esta isla edénica, comprarme otra villita en el este, mostrarles a mis amigos el confort de mis dos mil metros cuadrados de ensueño en las alturas de la avenida Anacaona, colgar las imágenes de mis estancias exóticas en Instagram para con una copa de un Pinot Grigio de reserva contar los likes, o solo escuchar el blando murmullo de mi nombre en los labios de gente VIP.

Desde el optimismo ideológico de la conformidad todo es explicable, perfectible y alcanzable: para esto están las instituciones y el Estado. En su razonamiento, ser, por ejemplo, el segundo país del mundo y el primero en América Latina en tragedias viales (accidentes de tránsito) es una oportunidad para organizarnos; tener un déficit de viviendas de más de 1,400,000 unidades con un 60 % de las existentes en condiciones inadecuadas es un problema del Estado; enfrentar una corrupción que arrebata entre el 4 y el 6 por ciento del PIB es una atención del sistema de justicia; ocupar, como país, el quinto lugar en embarazos de niñas y adolescentes en América Latina y el Caribe es falta de una paternidad responsable; aparecer en el informe PISA 2018 con el peor resultado de todos los países evaluados en matemáticas (precisando crear una nueva clasificación denominada “por debajo del nivel”), penúltimo en lectura y en ciencias, puede solventarse con dedicar más inteligentemente el 4 % del PIB a la educación. Todo puede esperar sin histerismos ni melodramas.

Me sumaré a la conformidad acomodada de los adaptados, aun consciente de que es más peligrosa que la tensión que se sedimenta en los suburbios. Al menos esta se doma con migajas; aquella, en cambio, crea ilusiones sobre rendimientos irreales del sistema. Esas que no podrán contener la rabia social cuando a las insatisfacciones de los excluidos les nazcan garras. Viviré el autoengaño solo para entender a los optimistas del sistema. Una casta cada vez más numerosa gracias al progreso eufórico del PLD. Me provoca el morbo de realizarme en un medio de negaciones gratuitas. Quizás así sentiré el verdadero orgullo de ser dominicano.

Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.