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Crisis
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¡Auxilio! ¿No hay ayuda para los cincuentones?

Aguardaba un turno en la sala de un consultorio médico; en la espera, decidí no hacer nada “productivo”. Puse a un lado el móvil y deseché la provocación de algunas revistas apiladas en la mesa. Quise buscar motivos más “humanos” para airear el hastío. Así que empecé a mirar indistintamente a la gente con la idea de construir historias imaginarias. Intuí, por ejemplo, que el esposo de la secretaria del médico era un contable tacaño, intratable y mal pagado; que ella era prisionera de una relación abatida sin otra razón para mantenerla que el mismo desgano para cambiarla y, claro, la graduación de la hija mayor ¡también en contabilidad! Presumí que el juego de Candy Crush que la ocupaba tan viciosamente era una malograda evasión a la rutina que envejecía su vida y le negaba toda inspiración, incluyendo aquella luminosa mañana en la que un paciente admiró por primera vez sus ojos café.

Mientras mi mirada perseguía otros relatos, llegó un tipo fascinante, como bajado del cielo. Su facha era vistosa y franca, tanto que me hizo abandonar el ocio. Era un cincuentón de talante bohemio. No soltaba una sonrisa estirada como pincelada en cera. Su camisa, estampada y sedosa, evocaba motivos tropicales. La hebilla traía un sello tan presumido como el deseo de llamar la atención de la marca: Salvatore Ferragamo. Vestía un pantalón urbano que nacía holgado en la cintura y se iba estrechando como un tubo hasta las piernas; remataba en unos zapatos Gucci también rojos. No llevaba calcetines. El brillo del Rolex cegaba y su perfume ya molestaba mi rinitis. Después de darle un beso empalagoso a la secretaria, se acercó a la sala; sin conocerme, me tendió la mano y en tono firme me dijo su nombre. No lo recuerdo. Desganado se dejó caer en el sofá, tiró la llave de su Lexus e inició un monólogo que nadie pidió. El tema no podía ser otro: ¡disfrutar la vida! Claro, era su “imperativo categórico” porque según su discurso “todos nos íbamos a joder”: existencialismo kantiano de calle.

Él no era un caso aislado, ya antes yo había descubierto ese perfil en un estudio que en mi empirismo había hecho sobre una condición a la que he llamado “crisis del quinto piso”: un trauma de identidad que enfrenta al hombre con el miedo a la vejez. Intentaré explicarla, pero no esperen que les avale este análisis con otra circunstancia distinta a ser paciente de ese estado. Esa es mi mejor credencial y solo en tal calidad opino, de modo que, calculado el riesgo de mi temeridad, toleraré en buen espíritu cualquier crítica. Total, de médicos, poetas y locos todos tenemos un poco.

Empiezo con una queja y es que la literatura médica está repleta de estudios sobre la menopausia, un cuadro tan conocido como la colesterolemia; sin embargo, escasean tratados sobre la andropausia, una etapa que marca el conteo regresivo para la producción de testosterona en los testículos y en las glándulas suprarrenales. El desmonte de la hormona de la virilidad progresa con la andropausia que se inicia a los cuarenta y cinco años; a los cincuenta los bajos niveles aparecen en el 50 % de los hombres; a los sesenta, más de la mitad de los hombres sufren alteraciones, y a los setenta el 70 % reporta pobres niveles de testosterona.

Pero mis observaciones no están referidas a los síntomas que en la vida sexual definen la andropausia, tales como la pérdida de la libido, disfunción eréctil, depresión, cambio de ánimo, fatiga, entre otros; aludo a las actitudes asociadas a una verdadera crisis existencial y que determinan comportamientos típicos. Es un enfoque más psicológico que biológico; más filosófico que clínico. En esa línea he identificado dos actitudes dominantes en el paciente de “la crisis de quinto piso”: una de resistencia que he llamado “centrífuga” y otra de sumisión que he denominado “centrípeta”.

Como sabemos, en la física mecánica nos enseñaron distintos tipos de fuerza; entre las tantas se destacan dos contrapuestas: una hacia afuera (centrífuga) y otra hacia adentro (centrípeta). Sobre esa distinción he corrido una analogía basada en las actitudes más prominentes de la andropausia. Veamos entonces quiénes son sujetos de una y de otra, sin más base científica que la observación experimental.

El centrífugo es un hombre con un relativo nivel de realización que siente que la vida se le va. Le abruma la sensación de pérdida que arrastran los años. Le deprime no tener los desempeños de antes, no llamar la atención, no hacer las cosas que pudo cuando tuvo la juventud. Le aterra perder atractivo, ser desdeñado por su edad, ser llamado “don”, no provocar. Se resiste a aceptarse, a ceder, a abandonar o a entregar. No reconoce los cambios ni consiente adaptaciones a su realidad. Cuando la andropausia le sorprende con cierto déficit de madurez, el centrífugo se aferra a un sentido más instintivo que real de edad que solo habita como espejismo en su mente. Ese es el sesentón que pretende autoconfirmaciones con amantes veinteañeras, carros deportivos, estilos fashion, ostentación de vida, ambientes juveniles, juguetes tecnológicos y notoriedades sociales; es el que se abona a la vida fit, a los estilos light, a los tratamientos capilares y cremas orgánicas de cuidado facial, a las cirugías estéticas, a las depilaciones y al metrosexualismo como atención esencial de vida. Es el dueño del sex appeal, el hombre de las marcas, el símbolo del éxito y del mundillo rosa.

Del otro lado está el centrípeto. Es el hombre que ha aceptado la razón de los años con sentido de conformidad, muchas veces por nihilismo, otras por decisión consciente. Para los centrífugos el centrípeto es el típico hombre rendido; el que asume rígidamente los adeudos de los años entregado al trabajo, a la familia, a la vida contemplativa o espiritual. Estos dos tipos antitéticos se mueven en una dinámica opuesta: el centrífugo enfrenta los cambios con escapismos lúdicos; el centrípeto los acata con búsquedas interiores. El espectro de opciones para el centrípeto es diverso: unos abrazan consagraciones más recogidas como la fe, la meditación, el arte o la producción intelectual; otros buscan escapismos espiritualmente retributivos como filantropías, causas sociales o entregas comunitarias. Los centrípetos a veces se vuelven solitarios, depresivos, antisociales (algunos con tendencias esquizoides), críticos, huraños, conservadores, sensibles al ruido y a la exposición.

Las expectaciones creadas por la “crisis de quinto piso” no son químicamente puras ni excluyentes. La mayoría busca la armonía interior a través del equilibrio de las fuerzas contrapuestas aunque la tarea de aceptación sea dura. Y es que al centrífugo le perturba no aprovechar lo vivido y al centrípeto no vivir lo aprovechado; en ambos casos el tramo para hacerlo se hace más pequeño que sus sueños sin la capacidad para impedirlo.

No dudo de que aquel paciente del consultorio era un centrífugo de cepa felizmente vacío, que vivía a su manera el autoengaño. Al final, la vida es una suma compleja de elecciones y cada quien es libre para escoger.

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  • Crisis

Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.