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Huracanes
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¡Ay, Dios, cuídanos!

Las lecciones de Beryl han sido tormentosas, pero igualmente ilustrativas. Buscando el lado positivo de las cosas, pensé que quizás fuera provechoso que fenómenos “moderados” nos afecten de vez en cuando y así probar las fragilidades de nuestra planificación y gestión urbanas frente a desastres de otras magnitudes.

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¡Ay, Dios, cuídanos!

El ingeniero civil Hebert Saffir y el meteorólogo Robert Simpson, ambos estadounidenses, crearon una escala para categorizar los huracanes tropicales por la intensidad de sus vientos. Así, en 1969 nace la escala Saffir-Simpson. Este parámetro clasifica los fenómenos atmosféricos en depresión tropical (0-62 km/h), tormenta tropical (63-117 km/h), huracán categoría uno (119–153 km/h), huracán categoría dos (154–177 km/h), huracán categoría tres (178–209 km/h), huracán categoría cuatro (210–249 km/h) y huracán categoría cinco (250 o más km/h). La escala se basa, además, en otros indicadores como la altura de la marea, la presión central y los daños potenciales.

En esta semana la parte sur del país sufrió el golpe de una tormenta tropical degradada conocida como Beryl, que tempranamente abrió la temporada ciclónica. Las lluvias asociadas al meteoro revelaron cuadros inéditos en la ciudad de Santo Domingo. Lo que me inmutó no fueron precisamente las ancestrales crecidas en los barrios de zonas bajas y lindantes a ríos, sino las inundaciones en edificios y torres de la zona céntrica del moderno Santo Domingo. Ver parqueos soterrados rebosados, muros desplomados, escuelas recién construidas alzadas por la saturación, avenidas convertidas en riadas, estructuras agrietadas o hundidas, filtraciones de chorros en hospitales y derrumbes de techos fueron apenas episodios de una espantosa antología del desastre. La pregunta que todavía apresa mi aliento retiñe: “Si eso fue una depresioncita con lluvias de menos de un día ¿qué será un huracán categoría cinco? ¡Dios, líbranos!”. Las imágenes proyectadas a esa escala serían inenarrables, convirtiéndose en motivos de este desahogo.

Las lecciones de Beryl han sido tormentosas, pero igualmente ilustrativas. Buscando el lado positivo de las cosas, pensé que quizás fuera provechoso que fenómenos “moderados” nos afecten de vez en cuando y así probar las fragilidades de nuestra planificación y gestión urbanas frente a desastres de otras magnitudes. Crédulamente he pensado que a partir de este trauma el Gobierno reforzará la supervisión técnica de las obras; las firmas constructoras repensarán sus diseños y modelos; los estudios de suelo y estructurales se harán con más rigor; los propietarios de viviendas considerarán pólizas de seguros para estos riesgos; la mayoría de los capitalinos asumirán estilos de vida urbana más precavidos y les exigirán a los desarrolladores mejores estándares de seguridad, o que quizás nos comportemos como buenos dominicanos y la final de la Copa Mundial sea motivo suficiente para devolvernos a la rutina más imperturbable.

La realidad es que la falta de transparencia, rendición de cuentas y controles como presupuestos básicos de una gestión pública le han impedido a la población conocer la capacidad real del Estado para hacer frente a una situación catastrófica como la que vivió Puerto Rico después de la tormenta María. Las pérdidas estimadas por ese fenómeno en la vecina isla rondaron los US$20,000 millones en infraestructuras e ingresos, los que al sumar los costos de la reconstrucción en instalaciones y obras eléctricas, viales, comunicacionales y de agua alcanzaron más de US$50,000 millones. Proyectemos por un minuto ese impacto en la República Dominicana, una nación con cinco veces el tamaño de la isla y tres veces la cantidad de su población. Imaginar el cuadro es para huir del espanto. Pero ¿y hacia dónde? En el caso de Puerto Rico el destino era seguro y con el apoyo de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencia (FEMA) la Florida acogió a miles de portorriqueños que ya suman más de doscientos mil. Se estima que este año medio millón de isleños buscarán establecerse en los Estados Unidos. No. Nuestra única garantía es la inconsciencia o la ilusión de vivir ajenos a esas aprensiones, como si tuviéramos un contrato con el destino para salir de por vida de las rutas de los huracanes o como si dispusiéramos de reservas ociosas en divisas para atender esas menudas urgencias.

Es ahí cuando cobran relevancia las reservas de futuro que debe tener una nación en sus cuentas y los criterios de prudencia en la gestión de sus recursos, premisas definitivamente ausentes en nuestra nación. Un Estado manejado con sentido de festín, gastando más de lo que recibe y empleando a todo aquel que sume votos es otra tragedia en incubación. De sorprendernos una calamidad de esas proporciones en los actuales momentos, estaríamos frente a la tormenta perfecta para regresar a décadas de atraso. ¿Con cuáles garantías accedería el Estado dominicano a recursos si no es a través de empréstitos negociados según los parámetros del Fondo Monetario Internacional que constituyen, en sí, otra estampa apocalíptica? ¡Dios nos cuide!

joseluistaveras2003@yahoo.com

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