Compartir
Secciones
Podcasts
Última Hora
Encuestas
Servicios
Plaza Libre
Efemérides
Cumpleaños
RSS
Horóscopos
Crucigrama
Herramientas
Más
Contáctanos
Sobre Diario Libre
Aviso Legal
Versión Impresa
versión impresa
Redes Sociales
Sexualidad
Sexualidad

¡Ay, los hijos!

Creo que la injerencia del Estado en la familia debe ser excepcional, supletoria y perentoria, siempre que los intereses de los menores corran riesgos, jamás tan invasiva como para influir en políticas de valores, como por ejemplo de fe, de moral o de espiritualidad.

Todos somos una construcción inacabada e imperfecta de vida. Detrás de cada rostro late una historia. He escuchado testimonios tan ajenos a lo que he vivido que no me siento convocado por sus razones; otros, en cambio, me apelan tanto que en su relato presiento los gritos de mis propias vivencias. No es necesario compartir sangre, tiempo o espacio para sentirnos descubiertos en la historia del otro. A veces basta con una condición tan básica como universal: ser humano.

Hace trece años presencié un cuadro que en su momento no me afectó tanto como lo haría hoy. Se trató de una reyerta entre un padre y su hijo en mi propio despacho. Las ofensas proferidas fueron hirientes. En un arrebato compulsivo el hijo le gritó un “¡te odio!” tan estridente que alarmó al resto de la oficina. El padre, petrificado, quedó desarmado. Clavó su mirada en los ojos inflamados del muchacho, y, sin más motivos que la vergüenza, abandonó el lugar en silencio. La última vez que volví a verlo fue en el féretro cuando asistí a su funeral a los tres meses de ese incidente. Procuré reconocer al hijo para solidarizarme con su pesar; nunca lo vi. Luego me enteré de que, al momento de la discusión, el muchacho ignoraba que su papá era consumido por un cáncer hambriento y que le ocultaba su diagnóstico para evitarle el sufrimiento. Para ese entonces yo no era padre.

Hace dos años y algo más viví un trance parecido. Como extraído del mismo libreto, otro muchacho, frenético y nervioso, golpeaba con su frente la cabeza del viejo en el fragor de una recia discusión sobre la gestión de las empresas familiares. En cada sacudida le gritaba repetidamente un ¡te odio! Ante la impotencia les grité con mis nervios. Abandonados por la rabia, desfallecieron en el piso. Allí lloraron amargamente. Esta vez no me funcionaron los autocontroles: me quebré por varios días y tuve que acudir a asistencia psicológica. Algo había cambiado de la pasada experiencia: ¡yo ya era padre!

Cuando veo crecer a mi hijo regresan esas imágenes, las que ahuyento con la fuerza del amor y el calor de mi cercanía. Sin embargo, no puedo evitar el miedo. No sería sincero. Quien no ha tenido hijos no puede comprender la experiencia en su pleno contenido emocional: es recogedora, entrañable y esencial. Un hijo es la recreación constructiva de la vida armada en el tiempo y confirmada en sus propósitos más altos. Criar es una tarea trascendente y comprometida, aún más que cualquier ocupación laboral o empresarial, que cualquier realización humana.

Todo ha cambiado y rápidamente. Surfeamos sobre una dinámica de continuas reinvenciones. Sin embargo, la crianza, más instintiva que racional, se mantiene ajena a los apremios de un entorno movedizo. El muchacho de hoy es un producto de muchas adaptaciones y en todas ellas la presencia de los padres es decisiva. Cada hijo encarna un reto distinto abierto a influjos de todo tipo y en los que el hogar pierde decisión. Todos los poderes del universo compiten para poner su estampa en su carácter: el mercado lo quiere como sujeto de consumo, el sistema como máquina productiva, los políticos como ente anulado, la escuela como factor de presupuesto, la universidad como laboratorio para ensayos ideológicos.

Y no es que criemos en paranoia sino con clara conciencia de esos condicionamientos. Construir el carácter de un hijo es una tarea más compleja de lo que pensamos. Entre otras razones, hoy se acentúan las carencias afectivas por la dependencia tecnológica, se abrevia la niñez por la masificación de la información, se explora tempranamente la sexualidad por las provocaciones culturales, se cuestionan con severidad los patrones de autoridad por los prejuicios generacionales.

En un mundo tan confuso y leve nadie puede subrogarse en los derechos del hogar, pero tampoco el hogar puede sustraerse a los deberes de la crianza. Vivimos en una sociedad basada en derechos, pero deficitaria en deberes. Las categorías de derechos no concluyen ni perimen; cada día nace un colectivo de sujetos o intereses afines que, en esa condición, exigen espacios y derechos propios. La misma diversidad se ha erigido en un derecho troncal.

Todos los grupos piden participación en las decisiones colectivas. Frente a esos reclamos se precisan centros robustos de formación en deberes; en el núcleo de ese entramado emerge la familia. Las debilidades de las sociedades son un espejo de la quiebra del hogar. No hay una sociedad atendida en derechos con hogares desatendidos en deberes. Y es que es más fácil pedir que dar; exigir que cumplir; mandar que obedecer.

Creo en el hogar tradicional y no aludo con ello a la distinción derivada de la concepción de género que hoy se plantea. Me refiero a la familia como sustentadora de valores y de obligaciones en formación sustantiva. Un factor de la crisis que hoy agita a la sociedad es haberle reconocido al Estado la potestad para decidir valores familiares. En algunos casos esa intromisión ha sido abusiva. Ha habido una virtual “estatización” de la familia. Obvio, es una dinámica viciosa: mientras la familia falta, el Estado penetra.

Creo que la injerencia del Estado en la familia debe ser excepcional, supletoria y perentoria, siempre que los intereses de los menores corran riesgos, jamás tan invasiva como para influir en políticas de valores, como por ejemplo de fe, de moral o de espiritualidad.

Afrontar las agresiones de una sociedad tan diluida, abierta y diversa reclama anclajes familiares robustos. Frente a acometidas tan enérgicas del consumo, la violencia, la sexualidad y la plasticidad, el hogar de hoy está compelido a ser contrapeso. Es en ese contexto que hay que redefinir el concepto “crianza responsable” como imperativo social de valor. Lo penoso es admitir que, más que refugio seguro y cálido, muchos hogares son espacio de ausencias o de presencias rotas. Lo que sale de ese inframundo no es precisamente lo deseable, en ocasiones son vidas deformes, resentidas y malogradas que buscan en la sociedad formas “legítimas” de venganza. Lo trágico es cuando llegan a posiciones de mando o de poder. ¡Dios nos libre!

TEMAS -

Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.