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Carta a mi hijo

No sé si cuando leas esta carta estaré a tu lado o seré recuerdo. En cualquier caso, imploro a Dios para que sus letras se deslicen por tu alma sin causar desgarros, como cuando los dedos se pasean sobre un sedoso tapiz.

Hoy me hirió la mirada del dolor. La hallé en los ojos de un niño que, oprimido entre los cuerpos de sus padres, iba abstraído en una motocicleta. Antes del rebase pude reconocerlo porque, en la marcha, el viento le alzaba sus frágiles manitas. Cuando me puse frente a él, te vi a ti. Su carita permanecía tiesa mientras el ruido vibrante del motor ahogaba sus quejas. Ahuyentado por el rostro afilado del padre, el viento prefirió enredarse entre los cabellos de la madre haciéndolos ondear al compás de su libertad. Ignoro hacia dónde iban, lo cierto es que les apremiaba la prisa, esa maldita urgencia, siempre inconclusa, que somete a la pobreza a su tiránica rutina.

Al momento de escribirte estas notas zozobra un viejo sueño que algunos quiméricos insisten en llamar nación. Hubo un tiempo en el que, bajo su tibio cobijo, fuimos sensibles y visionarios. Hoy predomina la aberrante moral del bien propio. La gente lucha por construir su proyecto de vida sin reparar en las pisadas que en su tropel inflige a los demás. Cada quien se ha escondido en su guarida temeroso de perder lo logrado, mirando, desde las hendijas, el lento derrumbe de la nación. En realidad, vives en un lugar donde cohabitan tres lejanas ciudadanías: los de arriba, los del medio y el gran sedimento, mundos tan superpuestos como desconectados. Clubes de polo, marinas y villas de descanso de unos pocos pugnan con el polvo, el hambre y la promiscuidad de muchos. Solo comparten el sol, el cielo y quizás el nombre: dominicanos.

A pesar de que te he dicho tantas veces que el respeto se gana con la dignidad, donde naciste solo vale aquel que tiene. Debo confesarte que las retribuciones a tu talento fueron promesas engañosas para empujarte a luchar: en realidad aquí eso cuenta poco, perdóname, hijo mío. Muchos jóvenes andan errantes con su talento en mochila detrás de oportunidades negadas. Sus asientos están ocupados por la mediocridad o por el favor político. Como solo cuentan los que tienen, lo importante es llegar. La sociedad te exigirá hacerlo legítimamente pero el premio terminará en manos de los que hacen trampas o buscan atajos.

Hijo, no sé qué hacer contigo: si dejarte o llevarte lejos. Mi corazón de padre me apura a la huida, pero mis convicciones se aferran a esta tierra. No temo que la inseguridad nos arrebate la vida a su sádica manera, sino a que vivas bajo la muerte moral de los que en nombre del poder, la cruz o el dinero imponen sus razones como verdad. Temo que te pierdas. Prefiero huir o morir antes de que llegues a una posición no merecida, de que le robes el sacrificio a otros, de que uses el poder para avasallar, de que le restriegues el lujo indecoroso a los infelices, de que le rindas tus resentimientos al poder para pisar dignidades.

No te niego recordar momentos gloriosos de esperanza, en los que el valor se enseñoreó de las montañas para inquirir en sus cumbres sueños de cambio. Hoy no quedan ni las nostalgias de esos épicos episodios en los que dejaron la vida jóvenes tan meritorios como olvidados. La política se pasea en Lexus, el patriotismo se empuña con el brillo de un Rolex, las trincheras del honor duermen en las bóvedas de la banca, el éxito es culto, la religión se acuesta con el poder en el lecho lujurioso de los privilegios.

Si la mayoría de edad te sorprende en esta tierra y decides quedarte, respetaré tu decisión, pero mis fuerzas se agotan. Te imploro, hijo mío, que de ser así, labres tu surco de vida con las garras del sacrificio. No hagas carrera política; esa elección puede silenciar la voz de mis consejos y corroer las raíces de tu identidad, esa que forjaste al calco de mis admoniciones.

Nunca pierdas la sensibilidad por el dolor ajeno; no te resistas a llorar, hazlo con ganas y rabia, nunca con rencor. Respeta la opinión ajena, pero no te rindas a la humillación ni a la simulación. Siempre sé tú mismo aunque te ganes detractores gratuitos. En esta tierra se alaba al bufón y al complaciente. Tu padre se ha quedado con pocos amigos, ¡pero amigos!; mis posiciones han depurado las lealtades; disfruto, sin embargo, la soledad más digna. Debes sentirte orgulloso de no encontrar en tu casa una galería de reconocimientos, nunca los espero ni los he merecido. Solo me complace el aplauso de Dios y mi conciencia en el sagrado silencio de mis oraciones.

No te asumas más grande que los demás; el tamaño ideal de tu autoestima lo da la humildad, pero ¡ten cuidado! No me refiero a esa actitud fachosa que busca halagos, sino la que mide el valor de tus actos con la vara de tu conciencia. Confía tus pensamientos y decisiones a Dios; nunca te avergüences de confesar tu fe sin considerar la burla o el desdén de los que no creen ni el mal ejemplo de los que dicen creer.

Lucha por tu patria sin agendas. Te advierto que ganarás muchos enemigos y pocas lealtades, pero te sentirás bien contigo: gratifica dulcemente. Trata de trabajar tesoneramente para hacer riqueza: ella te dará la libertad para hacer más por los demás. Sin embargo, no te valores por ella, al revés, deja que tu honor aprecie tus bienes. Desprecia el poder corrompido y lucha en contra de aquellos que, atrapados por su venenosa seducción, venden el alma al diablo para mantenerse en sus cimas. Cultívate en la virtud de la ingratitud, esa que nos ejercita en el “no” cuando nos piden obediencia a la indecencia a cambio de favores.

Finalmente, mi hijo, no imites mis errores ni te avergüences de mis pecados. No he sido lo deseado; solo atesora en tu corazón mi inconmensurable amor y el ejemplo de mis desvelos, ellos te guiarán en tu andar en una tierra hostil donde se premia la injusticia, se aplaude el fraude y se celebra la liviandad. ¡La gracia de Dios te sustente siempre! Te amo, mi hijo, más allá de la vida...

joseluistaveras2003@yahoo.com

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