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Carta a un cura pederasta

Me animo a escribirte sin revelar tu nombre. Mejor así, para que quien se sienta apelado por esta carta también se asuma como su destinatario.

Tal como te he contado, desde los siete años hasta despedir la adolescencia fui la mascota mimada de un seminario menor que compartía patio con mi casa. Era el roedor de su biblioteca, el mensajero de sus pasillos y el que corría por sus patios como quien se creía dueño único de la libertad. Allí dejé dormidas entrañables vivencias, esas que desperté unos meses atrás cuando la añoranza me hizo regresar después de una vida de ausencia. Entonces me abrazó el frío de una existencia congelada. Ni las grietas del granito ni el desvencijo de sus muebles pudieron convencerme de que estaba en un lugar distinto al que dejé. Lo único que cambió fue la impresión de que todo era más pequeño. Reviví cada latido, ruido, color y aroma de mis inocentes andanzas. Mi pasado todavía trashuma por sus frescos pasadizos y juro que aún me hostiga el miedo a una vieja escultura gótica empotrada en un oscuro recodo de un cobertizo. Ya no está.

Viví desde temprano las interioridades del clero, por eso nunca me provocó esa elección a pesar de las porfiadas invitaciones de los rectores del seminario, algunos de los cuales hoy son obispos de nombradía. Conocí a muchos seminaristas, en su mayoría oriundos de comarcas campesinas. Entrar al seminario y dejar una vida de miseria era para ellos un paso inmerecido a la civilización de la fe. La mayoría terminaba sus estudios haciendo del sacerdocio su vocación de vida.

Admito que en mi juventud la vida clerical no era apremiada por tantas seducciones. Las costumbres morales eran las propias de sociedades mansas, supersticiosas y temerosas. El sacerdote era el núcleo más puro de autoridad, depositario de las intimidades de la familia y detentador de la última palabra: la firma de Dios. Sin embargo, los secretos oscuros de la vida clerical eran resguardados con celo pecaminoso hasta el día en que escribo esta carta. Las ignominias han salido inevitablemente al sol por aquello que dijo Jesús: “Pues no hay nada oculto que no haya de ser manifiesto, ni secreto que no haya de ser conocido y salga a la luz” (Lucas 8:17).

Acepto que las sociedades, los tiempos y las necesidades cambian, pero, como sabes, tu iglesia sigue atada a anacronismos irracionales para honrar una tradición de presunta “autoridad” que se desmorona con cada escándalo impune. Uno de ellos es el celibato: una institución espuria que impone una carga mortificante para el que no tiene la gracia de la continencia. Pero eso viene con el oficio y tú decidiste libremente. De manera que no pidas comprensión por los desvaríos que debilitan esa severa imposición.

No me incumbe tu historia, tu vida ni tu preferencia sexual; ese es un problema de conciencia que te enfrenta a tu vocación, lo que no consiento bajo ningún concepto es que pretendas justificar tus aberrantes desvaríos con víctimas inocentes. Eso es criminal. Humanamente irredimible.

Cuando elegiste tu vocación, estabas consciente de sus privaciones; ahora no las uses para victimizarte y menos con mentes quebradizas sin capacidad para discernir el valor ni el alcance de sus decisiones. Abusar de un menor es matarlo en vida, aniquilar sus sueños, traicionar su confianza, tatuar su pureza, condenar su futuro y convertirlo en un manojo de resentimientos. Es entregarle un monstruo a la sociedad; eructar un pecado viviente. ¿Te has imaginado por un segundo cuál sería el concepto del dios que siembras en el espíritu de un niño cuando quien dice representarlo lo hace vivir un infierno? ¿Cuál es su culpa? El daño es inconmensurable.

Qué pena que no sepas lo que es ser padre ni cómo muerde el alma cuando un hijo sufre las heridas del silencio sin poder llorar ni gritarle al viento su dolor. Esas laceraciones nunca sanan ni sus traumas caducan. Lo impotente es no poder estar ahí para demostrarle lo que pudimos hacer a su favor y lo que nos importa su vida, esa que abusivamente despedazas sin permiso de nadie, más que de tus ciegas frustraciones. ¿Cuáles demonios te dieron ese derecho? ¿Qué fuerza oscura y bestial te invistió de esa potestad?

Los sacerdotes y clérigos como tú deben ser condenados a ser padres para que en su carne sientan el dolor de un hijo agraviado. Nunca podrás imaginar las inversiones espirituales gastadas en tiempo, desvelos y afecto para surcarles una realización digna, la misma que tu voracidad carnal destroza salvajemente. Tú no sabes lo que es despertar cansado, sacar fuerzas de la nada y buscar en las rudas calles el sustento de una familia; basta una mirada suplicante y un “papi, te quiero” para enfrentar con denuedo las más crudas adversidades hasta consumir la vida para verlos felices. Pero pierdo tiempo: tu pervertido egoísmo no alcanzará jamás ese horizonte. Nunca has rozado la piel de un niño sin el apetito libidinoso de su piel sedosa, perdiste esa humanidad o quizás nunca la tuviste ¡Qué pena!

Es hora de entregar esa engañosa sotana, un harapo tejido con la historia de tus pecados. Pedir perdón no te redime. Debes padecer sus consecuencias y una de ellas es denunciar a tus iguales sin importar su investidura ni sus poderes. Sé que entre más alto es el título menos fuerte es la justicia humana. Callar, tapar y apañar es pecar dos veces. Y eso es lo que ha hecho tu iglesia por siglos: abrigar vicios y mimar perversiones. Pero nada te obliga al silencio. Estar adentro y callar es anidar tu pecado y labrar tu condenación por mantener una apariencia tan falsa como tus oraciones; gritar es heroico. Si tan solo tuvieras un momento luminoso de coraje provocarías la misericordia del cielo, esa que predicas ingratamente. ¡Hazlo!

Puedes estar seguro de que tus abusos no me roban la fe. Creo en un Dios personal que habita, rige y juzga más allá de la razón, de tu iglesia y tu testimonio. Soy un reservorio de vicios, y quizás lo único estimable o meritorio que puedo tener es precisamente la gracia que él ha puesto al bendecir mi vida con su gloria. Nada bueno me pertenece. Como humano perdí la calidad para juzgar más allá de mis actos, pero esa condición también se conmueve por las infamias impunes.

Amigo, en nombre de los miles de niños abusados en el mundo te imploro que dejes aquí la farsa, aléjate y busca ayuda, pero paga el precio: empieza a hablar sin reparar en los riesgos. Nadie está por encima del bien y de tu conciencia. Si quieres reivindicarte, denuncia. Hoy ya es tarde. Con profunda pena, te saluda un pecador.

taveras@fermintaveras.com

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