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Confesión pública de mis adicciones

Me muerde el alma pensar que todavía nos debatimos en normas básicas de convivencia, cuando sociedades que salieron de largos trances de guerra hoy asoman a la vida civilizada.

Antes de que se enteren por otras fuentes, quizás prejuiciosas o retorcidas, estoy dispuesto a declarar. Al hacerlo no buscaré expiaciones ni omitiré acentos emotivos. La verdad es que soy un hombre de sensibles flaquezas, atado por vicios que no puedo controlar.

Sus lazos me aprietan el alma hasta el desgarramiento. He luchado por años sin hallar las terapias apropiadas. ¡He probado callada y fallidamente tantas cosas para redimirme de este dominio opresivo! A veces me sobrepongo, pero cuando caigo en su posesión termino como cáscara desechada, sin más resistencia que el abandono ni mejor destino que el basurero. Me libero, confieso mis culpas.

Soy paranoico. Desconfío de la gente simpática, esa que vive para agradar y ser aceptada, la que mide, revisa y pesa las palabras antes de soltarlas, la que dice estar bien con todos para no comprometerse, la gente coleccionista de las buenas maneras y aficionada al buen decir. Sospecho de sus decentes halagos: son besos amargos olientes a intenciones sutiles. Me aterran los reconocimientos: son vanos tributos al ego para encorbatar sus miserias; vivo la fortuna de no merecerlos y la decisión existencial de nunca recibirlos. Me asusta la opinión unánime: huele a conjura o a eructo de anodinos.

Soy fetichista. Tengo un apego enfermizo por las montañas: su misterio me sojuzga, tanto como la idea de abrigar sus cumbres; una pasión demencial que me humedece el alma hasta verla salpicar gritos de añoranzas, esos que escurre el viento con el eco de sus vuelos. Me obsesionan las tardes grises: desatan caprichos apetentes de cobijos olvidados, de caminatas inciertas, de amores polvorientos, de citas recogidas perfumadas de café, canela, blues y bossa. Me excita la lluvia: disfruto el suicidio de sus gotas cuando se desangran en cada salto y mueren entre las corrientes de los errantes desaguaderos; me deleita viciosamente su canto metálico sobre el zinc, cuando besa los follajes o cuando cuelga sus secretos en el cristal mientras lame su desnudez traslúcida. Me alucina su olor a vulva de bosque y a tierra preñada.

Soy repulsivo. Me irritan los buenos. En esta cultura de ausencias serlo es una marca social: es el que evita los conflictos, el que congela la sonrisa, el que recoge la palabra, el que elude los riesgos, el que encuentra virtud en todo y el que a nada ni a nadie contradice. Me abruma la gente barata y desechable, útil solo para endosar, sellar o certificar la palabra ajena; la que le pone precio a su lealtad y presta con rédito su opinión mercenaria. Esa que vive a la sombra de intereses fiados sin dar la cara. Me asquea la vida del éxito plástico: sus poses, perfumes, marcas, luces y frivolidades me provocan escozor genital y su abolengo, irritación anal; la crónica de sus intrascendencias me obliga al uso sanitario. Desprecio las ideas repetidas, los clichés, los esnobismos conceptuales, los neologismos importados sobre todo cuando se imponen como lenguaje oficial de las autoproclamadas “elites” para que la masa de descerebrados los entone como himno patrio, como oda al sistema.

Soy maníaco. Tengo aficiones sádicas como morder arrugas de ancianos, estirar los dedos de los pies hasta el dolor para sentir el grato chasquido de su retorcimiento, vocearle al mar groserías poéticas, alborotar afros (pajones) con mis dedos, escupir tierras ajenas, empuñar el pecho de los gatos y apretar las orejas de los perros, desatar el llanto sin importar la gente, quebrar protocolos estúpidos, hacer acrobacias con las metáforas y abusar de las decencias del lenguaje. Me seduce la gente libre, plena, de mirada firme y limpia, que no guarde sus miserias ni trague sus tóxicas amarguras. Creo en la gente espontánea y pasional: que grita, llora, siente y deja ver su alma. Gente inconforme, sensible y sorprendida; que ame intensamente sin modelos, que no envase los afectos en las formas ni en las apariencias, que despierte incomprensiones y hasta odios.

Soy depresivo. Me fastidian los políticos; no soporto sus maneras, sus artimañas, timos y necedades, pero tolero menos a los que negocian con el poder en nombre de fortunas blanqueadas por la desidia del tiempo. Esos doctos en fariseísmo empresarial que en el día condenan la corrupción de los políticos y en la noche arman con ellos tratos y negocios sin ensuciar su impecable abolengo. Me amarga vivir en una sociedad asustadiza, rendida y sometida a un liderazgo usurpado y depredador. Me muerde el alma pensar que todavía nos debatimos en normas básicas de convivencia, cuando sociedades que salieron de largos trances de guerra hoy asoman a la vida civilizada. Me aturde más la apatía de los que pueden y no quieren que la impotencia de los que quieren y no pueden. Sufro cada día vivir en un país de improvisaciones: sin planes, coordenadas, diseños ni metas, sujeto al capricho narcisista de unos mediocres poseídos por ínfulas mesiánicas gracias a la mercancía del voto servil. Me cuesta entender cómo sonreírle a la tragedia y seguir viviendo feliz... sin ganas ni para tirar un glorioso pedo.

taveras@fermintaveras.com

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