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Constitución, instituciones y carácter de los jueces

El pasado 19 de febrero asistí en Moca a un acto memorable: un seminario sobre la constituyente de 1858. Solemne, profundo y esclarecedor. Y no era para menos.

En el debate participaron Julio César Castaños Guzmán, Adriano Miguel Tejada, Jorge Luis García, Milton Ray Guevara y José Alberto Cruceta. La coordinación estuvo a cargo del magistrado Cruceta y del senador José Rafael Vargas.

El teatro Don Bosco estaba abarrotado, con gente sentada hasta en los pasillos, en sillas improvisadas. Había gran expectación. El tema era de sustancia y los expositores de alcurnia.

En mi mente quedaron como destellos algunas elucubraciones que escuché y elevaron mi espíritu, a las que me refiero a continuación, narradas desde mi perspectiva.

No es la primera vez que me emociono al oír al magistrado Ray Guevara expresar, con intensas vibraciones de fibra patriótica, que cada vez que pisa el suelo de Moca siente el aroma potente y profundo de la libertad.

La explicación de que Moca sea la tierra del sentimiento libertario puede que esté en el arraigo de su gente al trabajo autónomo propio, ligado al cultivo de la tierra ubérrima. El carácter y el coraje de este pueblo se ha forjado respirando el hondo efluvio de la libertad desde la cuna. La tradición, envuelta en ropaje de cultura, ha hecho el resto.

En el país ha habido constituciones desde su fundación hasta nuestros días, pero en cambio no ha sido posible desarrollar el constitucionalismo.

Ha existido y existe una constitución, que se ha modificado cada vez que alguien con poder lo ha entendido conveniente a sus intereses, propios y de grupo. En cambio, no ha existido el apego al cumplimiento de los principios constitucionales, ni se ha extendido el imperio de la ley.

Al analizar el desempeño constitucional, se tiene la sensación de que a lo largo de la vida republicana los liberales y los demócratas han perdido la batalla frente al autoritarismo. Y frente al clientelismo, que lo hace funcional.

Algunos dirán que cada momento histórico tiene su propio perfil constitucional, pues es un reflejo de las circunstancias de cada época. O sea, un texto magno no puede imponerse por encima del desarrollo social e institucional de los pueblos.

Es comprensible que la necesidad de centralización y cohesión haya llevado, en el pasado, al establecimiento de regímenes fuertes. Sin embargo, no lo es que esa centralización lo haya absorbido todo y dejado a la periferia geográfica del centro de poder casi huérfana de atributos, con el agravante de que la falta de aplicación de los contrapesos institucionales tiende a convertir al área ejecutiva en el único poder efectivo.

De ahí que la constitución no haya pasado de ser un pedazo de papel, aunque ahora se ha abierto la oportunidad de que deje de serlo, tanto porque la sociedad muestra un mayor grado de maduración, como por la existencia de un Tribunal Constitucional cuya función es velar por el cumplimiento de sus preceptos, pero que para ser plenamente efectivo necesita que impere el constitucionalismo como cultura.

En uno de los capítulos de mi libro Moca, el pueblo de antes, argumento que “el economista con concentración en el área de macroeconomía siempre tiene un pedacito de su corazón inclinado a la política, aunque prefiere no manifestarlo, pero aspira a que los políticos ejecuten sus sueños en materia de política económica.”

No estoy seguro de que algo similar pudiera decirse de los graduados en derecho, que es la profesión sobre la cual se basa el ejercicio de la administración de justicia.

Lo anterior viene a mi mente porque extendiendo ese criterio al campo de lo jurídico, también pudiera pensarse que si el derecho ordenara el cauce de la política y corrigiera sus actos cuando se desvían del orden establecido, entonces el reino de la política estaría subordinado, en el fondo, a la dictadura del derecho o de los jueces.

Así, en el límite, pudiera imaginarse una situación en la que fuere el derecho el que dirigiera la política, u otra, más razonable, en la cual la política solo se realizaría si estuviera acorde, a plenitud, con el cauce que marcara el derecho.

Tal vez sea eso último lo que se entiende como constitucionalismo.

Es verdad que ni el Ejecutivo ni el Legislativo pueden cambiar una sentencia, mientras que el Judicial puede declarar nulos los actos de los demás poderes. Y eso le confiere cierto grado de supremacía.

Sin embargo, hay que asegurar que las sentencias no sean desvirtuadas por presiones de los demás poderes, ejercidas en los orígenes o en el embrión de cada proceso, antes de que sean dictadas. En el fondo, ese es el salto cualitativo en que la sociedad está empeñada.

Si se lograra alcanzar ese objetivo, podría empezarse a hablar de un país graduado con la existencia de instituciones fuertes. Se está en camino, pero todavía falta un trecho importante por andar.

Las instituciones son modeladas por el carácter de quienes las dirigen. La fortaleza institucional depende en buena parte de la demostración de ese carácter en circunstancias políticas tensas y hasta de peligro personal para los administradores de justicia.

No se trata de ofrendar más mártires a los altares de la patria, pero sí de establecer contenciones y límites al poder cuando se intenta convertirlo en espurio.

Cumplir ese deber es uno de los supremos actos de gallardía en defensa de los derechos de todos y en pro de la consolidación de los valores de la nación. Los altos magistrados merecen todo el respeto y admiración de su pueblo.

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