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911
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COVID-19: tragedia en cuatro actos

Acto I

Juan Carlos Polanco es herrero y diseña soportes giratorios de televisores para moteles, pero a él no le gustan las cabañas. En ellas se siente como un ratón hurgando por los desaguaderos subterráneos, esos que arrastran toda la mugre urbana. La gente claustrofóbica como Juan no solo necesita oxígeno; también espacio y luz. En estos días de encierro no hay quien le quite la idea de ser ratón de un viejo motel, y eso lo deprime. Está acostumbrado al cielo abierto y claro, sin considerar el hecho de que es un esclavo del trabajo. Y que no le vengan con el canturreo ese de “quedarse en casa”, como si eso fuera una gesta épica. Él lo sabe; no es un niño. Pero a estas alturas le aburre contar los orificios del techo de zinc, las grietas del piso, las tablas mohosas de la pared, las trece manchas del colchón y las deudas del taller. La cuarentena lo enloquece. Cada vez que despierta, cerca del mediodía, gracias a una píldora de Alplax, se pregunta: ¿Qué día es hoy? La respuesta es inútil: no habrá diferencia entre ayer y hoy; todos se parecen: hoscos, pesados y tardos. Consciente de los riesgos de su edad, Juan cumple los protocolos sanitarios con más celo que los médicos, convencido de que si el virus lo atrapa solo Dios podrá evitarle la viudez a una mujer sin trabajo y con tres hijos.

Acto II

Amaneció lloviendo hoy jueves... ¿o es martes, o sábado?... Da igual. Al querer levantarse, Juan se queja. Un dolor penetrante apresa sus huesos. Le bastó poner el pie sobre el frío piso para sentir el entorno girar. Le falta aire. Juan entra en pánico. Llama a su esposa. Instintivamente ella pone su mano sobre su cuello. Calla. Lo hace otra vez: “Tienes fiebre”, le dice, queriendo ocultar su desconcierto. Pasan tres horas infernales y el cuadro empeora. Una tos persistente le deja la vida en cada expectoración. No tiene fuerzas ni para doblar los brazos. Se abandona a lo peor. A partir de entonces, sus pensamientos se aferran a la imagen siempre inconclusa de sus hijos, que asoma enredada como breñas entre las sienes. Su esposa llama a la línea dispuesta para el test del COVID-19. La respuesta del laboratorio es severamente burocrática: “Lo pondremos en lista de espera y le llamaremos”. “Pero, señorita, él está grave”, le riposta entre dientes. “Esto es increíble”, fue su última queja antes de cerrar impotente el teléfono.

Acto III

El 911 lo deja en espera. Juan es conducido al hospital en un taxi de un cuñado que llega vestido de astronauta. Su agonía se aloja en la panza que sube y baja como un acordeón. La falta de aire lo desespera, pero sin impulsos para gritar. Mientras el fastidioso trámite de la hospitalización se agota, es tirado en un banco de pasillo que da al frente de la sala donde tienen pacientes en esa condición. Juan cae al piso y de sus entrañas saca por fin un grito escondido: “Me muero”. El aviso logra apresurar su ingreso. Los pocos que han podido narrar ese trance dicen que es entrar a un túnel lóbrego y tormentoso. A pesar de la ventilación mecánica, es como estar bajo el agua, pero sin energías para pedir ayuda. Con un tubo endotraqueal en la boca, en la nariz o en la tráquea, según el caso, la sensación se parece a tragar en seco un metal helado. Cuando los efectos de la sedación se diluyen, aparecen imágenes mentales confusas donde lo único certero son las personas que se aman y no están. Entonces una impresión de vacío abraza fríamente el alma. El shock emocional del estado viene aparejado de fuertes cefaleas, dolores musculares punzantes, sofocaciones y una sensación de vahído. El COVID-19 se aloja en la mucosa de la nariz y la garganta. Con ayuda de sus proteínas penetra la membrana de las células y empieza a multiplicarse en masa. Luego, sus réplicas inician una cruzada infecciosa por todas las vías respiratorias contagiando a su paso todas las células. Cada virus puede crear hasta cien mil réplicas. El proceso se complica cuando la marcha viral recorre los conductos bronquiales. Si afecta una porción importante del tejido pulmonar empiezan las insuficiencias respiratorias por los procesos inflamatorios, a veces tan agudos que pueden impedir la oxigenación sanguínea. Juan entra en una crisis delirante. Se siente varado en esa frontera ingrávida que aparta la vida de la muerte. Lo único que respira (con las fuerzas negadas por su condición) es el recuerdo de sus hijos de cinco, siete y diez años. Cada día, al llegar a las siete del taller, los recoge en un solo abrazo para tirarse como masa amontonada sobre la cama. Allí los muerde y juega con sus rizos. No hay experiencia tan plena como la que brinda ese glorioso momento. Débil y pálido, Juan empieza a tentar con sus manos el aire tras el rostro de la más pequeña, esa que replica su carácter manso y callado. No la encuentra, pero sus instintos la intuyen. Tocarla es la única razón para buscar el aire que lo abandona. Y esa es la última muerte: la soledad. Cualquier dolor es sufrible, cualquier tormento es soportable y cualquier herida es curable si se tiene la esperanza de una mano que nos conduzca a la eternidad. La crueldad del COVID-19 reside justamente en esa negación indolente: nos convoca a la muerte solos, absolutamente solos, ni con la memoria de un adiós para los que perviven, con los restos pulverizados ¡a nada! Así murió Juan.

Acto IV

Juan dejó de ser gente. Es una cifra en esa relatoría siniestra que cada día ofrece el ministro de Salud Pública sobre el COVID-19. No vale su historia ni cuenta su memoria. Quizás sea el número 200 en la lista de las víctimas, una antología oscura de la tragedia apocalíptica que nos abate. Juan nunca pensó que su frágil recuerdo se asociaría a una comunidad anónima de muertos por un virus extraño. Si años antes algún clarividente le hubiera predicho esta forma de morir, todavía hoy estaría celebrando el cuento. Dentro de dos décadas, sus hijos contarán que su padre murió en los tiempos del coronavirus. Esos que vivimos hoy. Creo que habrá razones para que las generaciones venideras sean llamadas las sobrevivientes del COVID-19, un Armagedón silente. Lo venceremos, Juan. Lo venceremos. Dios nos guarde.

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Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.