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Crónicas del tiempo: General Antonio Duvergé Duval (1)

Corrían los meses de 1818. Pasaron diez años y el eco de la gallarda frase retumbaba aún en los cerros y prados de El Seibo. La pronunció el general Juan Sánchez Ramírez con el objeto de mostrar la determinación de los criollos para alcanzar la victoria en la guerra contra las tropas francesas de Napoleón Bonaparte, comandadas por Louis María Ferrand.

Los lugareños de Palo Hincado memorizaban y repetían con sobrada elocuencia, décadas después, lo que se convirtió en grito de guerra de aquella batalla desigual: “Pena de la vida al soldado que volviere la cara atrás; pena de la vida al tambor que tocare retirada. Pena de la vida al oficial que lo mandare, aunque sea yo mismo”.

Palo Hincado fue el punto de la confrontación bélica del 8 de noviembre de 1808, donde la “carga al machete” como método de guerra fue empleado por la infantería criolla, que puso en retirada a los franceses. En aquel terruño patrio ubicado en las cercanías de la cordillera oriental o Sierra de El Seibo, distante a 3 kilómetros y medio del municipio cabecera que lleva el nombre de Santa Cruz de El Seibo, resultó triunfante uno de los primeros sentimientos nacionalistas.

En este pequeño poblado ocurrieron cuatro extrañas coincidencias: 1) escenario de la victoriosa batalla de los criollos contra los franceses en 1808; 2) en esa conflagración Ramón Santana, padre del “Marqués de Las Carreras”, cortó la cabeza al general francés Louis María Ferrand después que éste se quitara la vida a causa de la derrota que le infligió el “débil” adversario criollo; 3) allí tuvo asiento el primer hogar de la familia Duvergé Duval luego de abandonar a Puerto Rico, y 4) 47 años después de aquel acto cobarde del padre, su hijo Pedro Santana Familia, repitió una hazaña similar al confinar, primero, y fusilar después al general Antonio Duvergé Duval, a cuyo cuerpo, después de muerto, propinó un puntapié.

Los infortunios de esta familia de origen francés, que se había conformado en Saint Domingue, no se iniciaron en El Seibo, tampoco en Puerto Rico donde estableció su primer hogar.

El Seibo sirvió de estancia provisional de estos inmigrantes mulatos, que huyeron junto a las tropas francesas de la guerra social, independentista y racial, inspirada y comandada en Saint Domingue por los líderes de la rebelión negra, generales Toussaint Louverture, primero, y Jean Jacques Dessalines, después.

José Duverger y María Juana Duval, padre y madre de Antonio Duvergé, se conocieron en Saint Domingue y se opusieron a la sublevación de los esclavos; José oriundo de Mirebalais y María Juana, nacida en Croix des Bouquets, huyeron de la venganza desatada por los esclavos negros contra los grandes colonos blancos y la oligarquía mulata de Saint Domingue.

El padre de José Duverger, Alexander Duverger, un sub oficial francés, luchó contra los esclavos liderados por Toussaint Louverture.

En la faena de la guerra continuarían su hijo José, también Antonio, el nieto, quien se convirtió en el “muro de contención” de las invasiones haitianas a Santo Domingo español, por lo que su biógrafo Joaquín Balaguer le llamó “El Centinela de la Frontera”. El general Antonio Duvergé Duval llevaba la estirpe de guerrero del abuelo, Alexander, y del padre, José.

“Fue el abuelo del general Antonio Duvergé”- anota Balaguer- “quien ordenó a un joven soldado del 15to. Regimiento disparar contra Dessalines cuando el Emperador, el 17 de octubre de 1806, rodó de su caballo víctima de la emboscada que puso fin al terrible reinado del heroico monstruo que sobrepasó con su intrepidez y con su crueldad los límites que separan al hombre de la fiera”.

A principio de la primera década del siglo XlX, cuando la familia deja a Saint Domingue, se instala cerca de la hacienda La Florentina, en Hormiguero, Mayagüez, al oeste de Puerto Rico, lugar de nacimiento de Antonio Duvergé Duval.

Por designios del destino, cuando deciden dejar Puerto Rico, el mismo año que arribaron a El Seibo (1808), los Duvergé Duval se encuentran con otro conflicto bélico en la parte oriental de la isla, a donde habían llegado en busca bienestar económico y paz, pero se había producido la sublevación de los criollos descendientes de españoles contra los franceses, “empoderados” estos últimos por el Tratado de Basilea del 22 de julio de 1795 mediante el cual España cedió su parte de la isla a Francia.

Cada día de los meses que discurrían del año 1808, los rayos de sol morían al pie del portal, elevado con troncos de árboles cortados y alambres de púa; el viejo bohío cercado así, se envolvían en un manto de sombra y soledad; allí, sentados en sendas mecedoras de pino, forrados sus fondos con pencas secas de palma, José y María Juana cuentan en retrospectiva las azarosas vicisitudes en los bosques que tuvieron que sortear para salvar la vida.

Las charlas con vecinos fueron un ritual que disipaba el sopor del sol y el agobio de la faena agrícola que se extendía 18 horas en los campos de caña de El Seibo.

José, un mulato cuyos ojos verdes amenazan con salirse de su marco cuando describe las barbaries cometidas por las huestes de Dessalines, teje sus historias de cómo los degüelles de colonos blancos y de centenares de mulatos, eran agitados, además, por la tea incendiaria lanzada a propiedades y alrededor del cuello de cuerpos humanos vivos.

Las narraciones se repetirían años después frente a su hijo Antonio. Aquellos relatos concluían haciendo referencia al “compromiso” que se hiciera a sí mismo el primero de los esclavos a su clase: -Hermanos y amigos. Soy Toussaint Louverture; quizás el conocimiento de mi nombre haya llegado hasta vosotros. He iniciado la venganza de mi raza. Quiero que la libertad y la igualdad reinen en Santo Domingo. Trabajo para que existan. Uníos, hermanos, y luchad conmigo por la misma causa. Arrancad de raíz conmigo el árbol de la esclavitud.

Con esas palabras, el antiguo esclavo, Toussaint Louverture, agitó la rebelión de su raza en Saint Domingue, el 29 de agosto de 1793, juramento que José Duverger haría que su hijo Antonio no olvidara, quien desde el vientre compartió con su madre las terribles pesadillas a causa de la mesnada de Dessalines, unos de los herederos de las ideas de libertad, inspirada en la Revolución Francesa de 1789.?

José Duverger nunca borró de su memoria los atropellos y el despojo de sus bienes de los que fue objeto por parte de las hordas de esclavos, apenas cuando Antonio era un leve soplo de vida en el vientre de la madre; recorrieron los interminables campos de caña de El Seibo, luego de San Cristóbal, comuna sureña donde la pareja residió cuando Antonio apenas andaba.

El ego del jefe de los antiguos esclavos había alzado vuelo tan alto que en su ascenso se hizo proclamar Emperador. A tal altura escalaron también persecución y muerte contra blancos y oligarcas mulatos, hazañas que replicarían en el momento en que cruzó la frontera con 25 mil hombres para exprimir con puño de hierro la isla completa; previo a ello, el Cid Negro había declarado la independencia y abolición de la esclavitud en Saint Domingue el 1 de enero de 1804.

Los riesgos vividos por José, que tuvo que salir sin recursos y con su mujer embarazada, colocaron al hijo, Antonio Duvergé, en el camino eterno del sacrificio, el compromiso, la gloria y el martirio.

rafaelnuro@gmail.com

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