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Cuando la vida huele a naranja

El “chinero” encarna a un ejército de gente anónima que despierta el día para subsistir. Militantes de la vida atados al mismo relato; almas atrapadas en sus letras oscuras y vacías.

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Cuando la vida huele a naranja

Sus dedos gordos, toscos y rugosos tientan cada naranja. Las manosea una a una. Olfatea las más amarillentas como un sabueso provocado, y apila las menos lastimadas. Mira al cielo y se persigna: es el momento de tejer la rutina. Empuña el cuchillo y, con precisión quirúrgica, desliza su filo por la piel ácida de la fruta. Así, pone en marcha el día, sin más espera que verlo andar, tan pesadamente como el anterior y con la certidumbre de que sus horas serán un calco del que viene. Una vida lineal, dócilmente imperturbable, tasada por la venta de cada día y sin otro balance que los chelitos de sus sudores, jornal que lleva a “casa” justo cuando el sol se ahoga en el horizonte.

Él sabe muy bien quiénes pasarán, lo que comprarán y hasta puede recitar anticipadamente su saludo. Intuye sus gestos, conoce sus historias como a sus frutas. Su mejor motivo para sentir la vida es el cafecito de las seis, ese que comparte con el guachimán del frente. Con su ayuda, monta la destartalada mesa de venta, socia de sus penurias. Después del último sorbo, tan demorado como un beso primerizo, aspira el aire de la mañana mientras ordena primorosamente su inventario. Lo que sigue no será distinto a lo de ayer ni a lo que ha hecho en los últimos diez años. En su mundo sobran espacios para estrenar emociones. Sabrá Dios cuáles imágenes retratan lo que no nunca ha vivido; eso que ha deseado encontrar entre las brumas de la fantasía y la lejana esperanza.

Me provoca saber cómo dibuja sus quimeras: desmoronar la nieve, montar un avión, vocear en el Yankee Stadium, salir con su primo por las calles de New York, ponerse un pesado coat (y verse como un astronauta), comprar unos Nike blancos y, claro, la franela de Lebron James para su hijo. Sí, New York, suspiro siempre inconcluso; allí donde empieza y acaba el mundo... su mundo. Pero, ¡qué va! sobre ese destino pesa una condena que no guarda motivos: en los fueros académicos le llaman “exclusión social”; en su ignoto universo, “miseria”, sentencia que lo arroja a la frontera más remota de la vida.

El “chinero” encarna a un ejército de gente anónima que despierta el día para subsistir. Militantes de la vida atados al mismo relato; almas atrapadas en sus letras oscuras y vacías. Esa historia late, rueda y grita sin ecos, héroes, memorias ni epopeyas. Los he visto caminar en la madrugada por las nerviosas calles de Santo Domingo, algunos armados con sus pertrechos de lucha cotidiana. Parecen hormigas codiciosas dispuestas a morder la vida para devorar con avidez felina sus migajas. Ellos no cuentan; su precio es su ignorancia y, como inversión política, valen sus cédulas y ese silencio sumiso y resignado de los que se estiman menos. Aguantan los látigos sin sentir dolor a pesar de ver la carne sangrienta desgarrada por las flagelaciones; ni por instinto reconocen que juntos son la mayoría en ese poema deshilachado llamado democracia; ¡ay!, si lo supieran. Pero el sistema está diseñado para martillarles lo que son: parias, masa anulada vestida de cifras para las estadísticas, ceros a la izquierda, existencias desechadas sin derecho a tocar un techo más alto que sus cobijos de hojalata.

Y es que no caben en un sistema sin conexión solidaria con dificultades para abordar su propia identidad, moldeado por los esnobismos; tan superficial como para rehusar adeudos de conciencia, tan banal como para no distinguir lo sustancial de lo superfluo, tan consumista como para aceptar todo lo que le dan y tan hedonista como para encontrar placer hasta en lo inútil.

Nadie sospecha lo que pasará con su espera callada. Hasta el momento, la morfina inoculada en sus neuronas los mantiene recogidos en la resignada inconsciencia; tampoco sé si es posible que en un inesperado abril sus demonios enloquezcan al tañido del primer tambor y con los escudos del instinto derriben todo sentido de orden y razón. Mientras tanto, sigamos ignorando su drama. Llegará el día en que la macroeconomía no nos ayudará a mentir, entonces probaremos el ácido urticante de la verdad, como el que destila la cáscara de la naranja.

joseluistaveras2003@yahoo.com

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