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Cuando las hormigas hablan

Sí, somos quebradizos y mortales. En esa pequeñez básica no cabe nuestra grandeza; una ilusión que nos hace centro de un mundo sin coordenadas. El problema es vernos desde los balcones de nuestros logros. Conocimiento, fama, honores, bienes o poder nos distinguen, pero no nos agrandan. Al final somos de la misma estatura; lo que cambia es el peso.

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Cuando las hormigas hablan

El sol calcinaba sus lomos mientras recogían las hojas apiladas sobre la grama. Lo que seguía era despejarle el patio a una ruidosa máquina desyerbadora que ya tenía encendido su motor. La tierra supuraba un olor a humedad vegetal. Antes de darle aviso al operador para que iniciara el corte, uno de los jardineros tropezó con un hormiguero arenoso a la sombra de un muro de bambú. Agarró la pala, hundió con fuerza su filo, cavó y empezó a removerlo desde sus raíces. Las hormigas salían despavoridas.

¡Dyab la soti! (¡me salió el diablo!) fue el grito del haitiano cuando vio a los frenéticos insectos trepar por su pala. Soltó abruptamente el utensilio de labranza, buscó una manguera y descargó agua a presión sobre el hoyo que quedó de la guarida. El polvo, convertido en lodo pastoso, salpicaba la pared. En menos de diez minutos solo había menudos destrozos de la colonia de hormigas.

Miraba el espectáculo desde la terraza. Quise imaginar, a escala humana, la pequeña tragedia que aniquilaba el hormiguero. Pensé en esa pala depredadora; la sospeché como un inmenso armatoste que de la nada aparecía suspendido en los cielos. Prefiguraba su gigantesca sombra desplegada desde Tokio hasta New York, mientras amenazaba con asestar golpes cósmicos sobre la tierra y sacarla de la órbita galáctica. Presentía sus planazos apocalípticos sobre el Pacífico y los enormes tsunamis que esparcía en cada impacto; vislumbraba los rascacielos de Hong Kong, Kuala Lumpur y Shanghai aplastados como si fueran castillos de arena. La ilusión cubrió en segundos toda la geografía de mi imaginario. Entonces entendí lo que vivieron en ese instante las diminutas hormigas. El ruido de la desyerbadora me regresó a la realidad. Apresuré el sorbo del café. Dejé el lugar, no así el hormiguero arruinado, cuya imagen se atascó obsesivamente en mi imaginación represando el cauce de otros pensamientos.

Esa misma sensación de indefensa pequeñez es la que suelo sentir cuando contemplo el paisaje desde la ventana de un avión. Mirar los techos de miles de casas a treinta y siete mil pies de altura me abre un extraño vacío, como un indigesto vahído del alma. Desde ese ángulo la vida se ve tan grandiosamente pequeña como un ordenado hormiguero. Me provoca siempre la misma pregunta: ¿Qué estará pasando en el interior de cada casita? Desde el cielo, presiento la seguridad que brinda su resguardo, tan tibio (o nostálgico) a esa altura, o me pongo a inventar historias ociosas con sus imaginarios residentes. Esa emoción palpa lo místico cuando apenas distingo las viviendas perdidas sobre el costado de las montañas o rodeadas de la espesura boscosa; vivencias simples, pero espiritualmente portentosas que me regresan a la pequeña talla humana o me recuerdan la futilidad de mis pretendidas grandezas. Evoco a Mario Conde: “Contemplo el cosmos, veo su inmensidad y me formulo tantas preguntas de golpe que llego a sentirme mal, a marearme, incapaz de deglutir tanta inmensidad sintiendo nuestra gigantesca pequeñez”.

Es que nos creemos tan grandes como si nuestro mundo fuera el de todos; como si no fuéramos un débil aliento en la fragmentada vida del planeta. Siempre he pensado que convendría contarnos todos los días entre los casi ocho mil millones de seres humanos que a diario ven morir a cerca de 156,000 y nacer a 373,000 aproximadamente. En esa dinámica inconsciente y rutinaria apenas somos una cifra tan diminuta en un conteo inexorable, lineal e infinito. La vida prende y se apaga sin descanso, como un faro frente al mar. Nada detiene su imperturbable intermitencia. A todos nos toca un destello y un apagón. Ni uno más ni uno menos.

No solo somos pequeños, también frágiles. Hace unos días descansé la mirada sobre la luz de un velón. La cera escurría su agonía en forma de gotas que se amontonaban como nieve a sus pies. En ocasiones la lumbre no disimulaba su molestia por el incómodo retozo del viento. Quise quedarme hasta verla morir. Lentamente el calor de la luz iba abriendo su propia tumba como un cráter en el mismo corazón del menguado velón. La llama débil y trémula apenas respiraba luz. La vi languidecer en su propia cera. Se extinguió en silencio sin más despedida que mi mirada.

Sí, somos quebradizos y mortales. En esa pequeñez básica no cabe nuestra grandeza; una ilusión que nos hace centro de un mundo sin coordenadas. El problema es vernos desde los balcones de nuestros logros. Conocimiento, fama, honores, bienes o poder nos distinguen, pero no nos agrandan. Al final somos de la misma estatura; lo que cambia es el peso. Y todo lo que rebosa el volumen esencial de nuestra existencia es carga. Llegaremos al final con los mismos temores: unos más cansados o pesados que otros. A la postre, como decía George Bernard Shaw, “la grandeza es solo una de las sensaciones de la pequeñez”.

El hombre se realiza en la libertad de “ser”, más allá de lo que hace o tiene. Ese “ser” es una construcción dilatada y responsable de vida tendida sobre el destino de los demás. No hay proyecto real ni trascedente de realización sin considerar a los demás. El humano que “es” le suma valor y tamaño a lo que “hace” o “tiene”. La grandeza es mostrarle motivos de vida a la existencia, porque existir es vivir con propósitos. Pero, como escribía Charles Simmons, “la verdadera grandeza reside en ser grande en las pequeñas cosas”.

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Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.