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Madurez
Madurez

Cuarentona, ¡ay!, cuarentona...

La cuarentona no es mujer, es fortuna. Ella no sabe simular porque los engaños le abrieron el corazón a la luz. Le da valor a lo que tiene porque la vida ha ordenado sus motivos. No siente dudas porque ha andado calzadas sin prisas ni retornos. A la hora de amar entrega todo o nada. Con una mujer así, tan tempranamente madura, no se necesita trigo recogido ni pan en la bodega; solo una copa de vino y cualquier motivo.

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Cuarentona, ¡ay!, cuarentona...

En esa frontera indescifrable del tiempo no se sabe cuándo empieza la madurez y acaba la lozanía. Lo cierto es que al cruzar ese umbral la mujer se hace más ella. Dudo que aparezca así tan a prisa una palabra heroica que envase de un solo pujo su inmensa razón humana. Es que frente a ella uno no sabe a quién dirigirse: si a la adolescente que se insinúa en cada gesto o a la señora que profana, irreverente, el mandato severo de los años. En ese juego de mutaciones mágicas ella deja colgado todo embeleso.

La cuarentona no solo es mujer: es trozo fértil, néctar condensado en las confidencias, cosecha temprana, fetiche tallado a golpes de vida. Es raíz, trapiche, brújula y barril. Es roca y fermento.

De esa mujer sazonada en la vida he descubierto que el otoño, cuando se recoge, huele a vulva de primavera; que la pasión domada en el frío es más duradera y que la belleza más poderosa no es la ostentada sino la que fluye por los cauces de la espontaneidad, aquella que invita a explorarla a través de sus insinuantes detalles: una mirada, una sonrisa, un mágico gesto.

Esa mujer ama a cualquier hora, olvidando circunstancias y reproches. Lo hace con lúcida locura y garras sedosas. No hay fuerza humana que no la haga razón de su entrega: sudor, silencio, palabra o vida. Su amor es patria; su dolor, grito de guerra y su pasión bandera.

Es quimérico tratar de hallar rincón sin su aliento, caminos sin el calco de sus pies, invierno sin el abrazo de su piel. Su mirada es horizonte, su pecho fuente, su cadera tambor. Es oro fundido en el calor de la espera, modelada a pulso de artesano y acrisolada con el cincel bronceado de los tiempos. Ella conoce los suspiros del dolor, intuye los motivos del silencio, escruta las intenciones de nuestra mirada y le pone melodía a la ruina. Una mujer así no es para cualquier hombre, aunque dudo que haya hombres para una mujer así.

A los cuarenta son las vencidas. Sí, y ¡de qué manera! En esa suma se han abrazado tantos vientos, se han curado miles de heridas, se han cansado muchos arrebatos, ¡se le ha ganado a la vida!

La cuarentona no es mujer, es fortuna. Ella no sabe simular porque los engaños le abrieron el corazón a la luz. Le da valor a lo que tiene porque la vida ha ordenado sus motivos. No siente dudas porque ha andado calzadas sin prisas ni retornos. A la hora de amar entrega todo o nada. Con una mujer así, tan tempranamente madura, no se necesita trigo recogido ni pan en la bodega; solo una copa de vino y cualquier motivo. Te juro que ella hace y deshace la vida en un inadvertido soplo de gloria.

En sus manos los tormentos son hormigas y los temores medusas. Su aliento es susurro de madrugada, sus ojos hoguera y su palabra epopeya. Esa mujer zurce la vida en las sombras de su vientre, espira sus latidos y preña su grito. Un vientre que postra en el polvo cualquier soberbia; justo como decía Miguel Hernández: “Menos tu vientre todo es confuso. Menos tu vientre todo es futuro fugaz, pasado, baldío y turbio. Menos tu vientre todo es oculto, menos tu vientre todo inseguro, todo postrero, polvo sin mundo”.

No hay definición completa ni concluyente de mujer antes de los cuarenta. Y es que cualquier idea es parca, toda cuenta es imprecisa y cualquier disquisición es frívola. Ella no necesita piel tersa para arrullar el silencio, ni pechos empinados para amamantar caprichos, ni rocíos matutinos para bañar los sueños, ni jadeos fingidos para avivar deseos, porque, como declaraba el novelista Marcel Proust, ella “tiene la edad de aquellos que ama”. La mujer de cuatro décadas es, al decir del poeta Alfred de Vigny, “un sueño de adolescente realizado en la edad madura”. Es que ella palpa de un tibio roce la textura del deseo, los contornos de la gracia, el hechizo del quejido, el discurso del silencio, las arrugas del alma y el perfume de la noche. ¡Con una mujer así, mi amigo, cualquier mundo es pequeño!

joseluistaveras2003@yahoo.com

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