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¡Cuidado con las encuestas!

Las encuestas son herramientas de investigación. Tienen varias utilidades estratégicas: conocer patrones de consumo, medir y comparar preferencias, obtener opiniones cuantitativas sobre marcas, productos o servicios. En todo caso la idea es recabar y procesar información confiable, relevante y oportuna de una población-objetivo para tomar decisiones de inversión o de negocios.

La política electoral abre un mercado atípico donde concurren oferta y demanda. Los candidatos son “intangibles” comprados a través del voto, el cual no deja de ser una “decisión de consumo”. Como lo que se vende es un relato o imagen personal, la investigación en este campo resulta compleja, contingente y abierta.

Las encuestas no son trabajos artesanales; responden a técnicas y metodología científicas. De ahí que no todo el que pueda hacerlas está óptimamente calificado. La tendencia en materia electoral es regular la acreditación de las firmas y los requisitos para publicar los resultados de sus encuestas. Nuestra ley electoral no se sustrae a esa corriente y en su Título XVII (artículos 198 al 200) provee un estatuto mínimo para que las firmas encuestadoras puedan operar legalmente en los procesos electorales. Así, el artículo 198 establece la obligación de su registro en la Dirección de Elecciones. Por su parte, el artículo 200 dispone los requisitos básicos para la publicación de los resultados de sondeos y encuestas.

Hasta mediados del año pasado había registradas en la Junta Central Electoral cerca de 33 firmas encuestadoras. Esa masificación ha degradado cualitativamente la investigación electoral. El problema no solo es de cantidad, son los objetivos espurios que muchas veces animan sus estrategias. Hay firmas para todos los propósitos. Un grueso de ellas no siempre publica las preferencias que mide, sino que las manipula para inducir tendencias, inflar percepciones, posicionar candidaturas o diluir los efectos de las encuestas mejor valoradas. Ese mercado de encuestadoras chatarras era en el pasado muy residual; ahora gana espacio e influencia.

Lo nocivo de estos trastoques es que con ellos se pueden obtener resultados distintos sobre los mismos presupuestos técnicos de los sondeos más rigurosos. Así, por ejemplo, si el candidato promocionado es fuerte entre la juventud bastaría con usar un muestreo mínimamente estratificado donde predomine esa población; lo mismo pudiera decirse si el candidato tiene comprobada ascendencia en otros segmentos ya reconocidos en investigaciones anteriores. Otro manejo tendencioso es cuando la firma encuestadora propone en las preguntas sobre preferencias a candidatos que no salen en los rankings. Su inclusión, intencionalmente inductiva, le abre a un candidato fuera de competencia la oportunidad que no tenía más que en las opciones predeterminadas por la propia encuestadora. De esta manera obtiene un puesto no precisamente ganado por las intenciones escrutadas. Tal práctica se reflejó de alguna manera en el presente proceso electoral con la encuestadora Mark Penn/Stagwell. Esta firma no guardó las apariencias para colocar a David Collado en campos de valoración no considerados por otras. La estrategia obvia era posicionarlo de forma escalonada aun cuando no era una elección con una intención relevada en las demás encuestas; la idea implícita lucía clara: acreditarlo ante los candidatos mejor establecidos para negociar una vicepresidencia que nunca llegó. Otra trampa es el juego de los indecisos, segmento muchas veces operado para ampliar o estrechar diferencias entre los principales candidatos. Pudiéremos escribir miles de ensayos sobre técnicas de manipulación electoral.

Un espacio de movilidad para las encuestadoras maniobrar con intencionalidades son los tramos iniciales e intermedios de las campañas. Como las encuestas reflejan un cuadro mutante, en principio cualquier resultado podría ser razonablemente creíble a tres o cuatro meses de las elecciones. Pero sucede que en ese periodo cualquier candidato desconocido, pero bien manejado, puede instalarse en un imaginario electoral que, aunque embrionario, es mediáticamente influenciable.

Un viejo amigo uruguayo experto en la materia y asesor de candidatos me dice que las encuestas de posicionamiento son “prácticas deportivas” que en algún momento la mayoría de las firmas las han manoseado, no así cuando se acercan las elecciones; en este tramo las investigaciones no pueden fallar: deben ser rigurosas porque el prestigio lo da el acierto de los resultados de sus últimas encuestas con los de las elecciones. “Al final eso es lo que se recuerda”, dice. Creo que esa ponderación, muy socorrida en nuestro mercado, es groseramente sesgada. La credibilidad de una encuestadora no debe apoyarse en la forma en que termina sino en la línea consistente de resultados consolidados incluyendo los más próximos a las elecciones. Así, por ejemplo, en mi opinión no sería fiable una encuestadora X cuando, una vez definido el cuadro de candidaturas y en ausencia de un evento notoriamente trastornador, dé por empatados a dos candidatos en la etapa intermedia y en la última encuesta asigne a uno de ellos solo un 5%; esa siempre debió ser su puntuación (o una más o menos próxima). Es deducible entonces que en la etapa intermedia manipuló deliberadamente. De manera que la confianza de la firma la inspira su propia historia, pero completa, y no únicamente sus aciertos o la comparación de sus resultados con otras firmas.

Las encuestas cruzan un ciclo crítico de desprestigio. Además de su saturación cuentan entre sus pasivos con estrategias poco disimuladas para oscurecer la intención del voto, un objetivo torcido de su razón esencial. Cuando hay tantas disparidades en un mismo mercado algo está fallando y no necesariamente los electores. Esa crisis es global: los fracasos de las encuestas para prever los resultados del Brexit en Gran Bretaña, de Donald Trump en Estados Unidos o de François Fillon en las primarias conservadoras francesas, del plebiscito sobre los acuerdos de paz en Colombia y de varios procesos electorales en España como las elecciones andaluzas de 2018, por solo destacar los que llegan a mi memoria, han puesto a dudar hasta de su uso periodístico. Las razones pueden tener diversas etiquetas: fallas en los procesamientos y análisis de datos, sesgos en el diseño, técnicas mal empleadas, afijación de las muestras y otros factores inéditos como nuevos comportamientos y un entorno electoral multipolar, contingente y volátil. Lo cierto es que, al margen de esos condicionamientos, en nuestro caso ha habido una razón que penosamente se destaca: la erosión ética del negocio enrareciendo el mercado con prácticas desleales y distorsionantes. Lo aconsejable es recibir sin euforias sus resultados ni darlos como concluyentes en ningún escenario. La mejor encuesta es la que sella el último boletín oficial de la Junta Central Electoral... y punto.

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Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.