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Del idioma y otras vainas

Somos culturalmente repetitivos y miméticos en la comunicación. De ahí que optamos por el mínimo esfuerzo. En esa desidia intelectual los clichés aparecen como herramientas utilitarias de uso.

La tecnología con sus caprichos ha puesto a sudar a las academias de las lenguas del mundo. El inglés, idioma imperial del comercio y la tecnología, impone cada día nuevas terminologías sin más remedio para los demás idiomas que adoptarlas. Así, por ejemplo, en los últimos veinte años el español ha reaccionado tardíamente a las innovaciones léxicas de la era digital para alentar a sus hablantes a usarlas en su idioma. Pese a eso, la práctica impone el uso de la palabra en su lengua original porque ordinariamente los parlantes del español ignoran el vocablo equivalente en su propio idioma. Otras veces, se emplea la locución inglesa no precisamente por desconocimiento sino por esnobismo, con la absurda intención de presumir cierta cultura. Esa creencia, sin embargo, denota exactamente lo contrario. Lo culto debería ser dominar el idioma natural y hablarlo correctamente, aún más tratándose de extranjerismos.

No han sido pocas las veces que me he aguantado la risa cuando escucho a algunos colegas invocar expresiones coloquiales en inglés: “coordinaremos el meeting a través de una conference call para debatir la proposal. Que quede claro: las expenses corren por cuenta de tu cliente”. Una vez visité una oficina de abogados para negociar un acuerdo. La firma legal seguía dogmáticamente los patrones del marketing americano, quizás por la ilusión de estar en una empinada torre corporativa de Santo Domingo City. Claro, en la sala donde esperaba no faltaban guías, revistas, catálogos en inglés y obvio la membresía a las firmas certificadoras de rankings. A poco tiempo de sentarme, una impecable conserje me inquiere: Do you want coffe, sir? Le respondí a mi manera: Non, merci, je veux juste de l’eau (“No, gracias, solo quiero agua”, en francés). He bautizado ese delirium esnobista de la imagen, muy difundida en el mercado legal capitalino, como el “complejo de Park Avenue”.

¿Y qué decir de algunos conferencistas hispanoparlantes cuando al pretender darles un toque exótico o cierta autoridad a sus argumentos disipan innecesariamente un surtido de conceptos en inglés presumiendo desconocer el significado en español? Y que quede claro: al hacerlo no es por ignorancia sino por los atrasos de que según ellos adolece el español para adecuarse a las tendencias del pensamiento, las técnicas y los procesos contemporáneos. Esos teatrales aspavientos debieran ser bochornosos, pero aquí se celebran como gratas excusas.

El español es un idioma rico, diverso, polivalente, fonéticamente armonioso y de gran fuerza expresiva. Hablarlo como merece es una de las fortunas culturales más preciadas. Me extasía escuchar a un buen hablante. Alguien me preguntó una vez cómo aprendí a usar palabras castizas en mis conversaciones y escritos. Le contesté que cuando era adolescente solía estudiar cinco vocablos diarios en sus más diversas acepciones y aplicaciones. Esa práctica se hizo una costumbre. Obvio, no me conformaba con saber su significado en el diccionario, sino en usarlos en los contextos apropiados.

Hay pocas cosas que me agitan tanto como las personas que parecen no discernir el momento, el tema y el interlocutor para utilizar el nivel lingüístico adecuado. He eludido encuentros con ciertos abogados para evitarme el fastidio de una conversación típicamente forense en un ambiente informal. Me imagino recrear una antigua sátira del medioevo en la que el vasallo, con ínfulas de noble, pretende imitar sus maneras. Nada más fachoso. No me perdono guardar reservas para socializar con colegas por esta causa, pero es que suelo ser alérgico a los babosos. Ni por urbanidad. Uno de ellos (y son muchos, si sumamos a ciertos políticos) en una recepción social, se dirigió a un camarero de esta manera: “Maestro, ruégole acarrear un envase cristalino con cualquier extracto etílico para solventar mis penas”. ¿Pueden imaginar el tormento después de cinco tragos? De aguantar, saldría neurasténico o en el umbral de un colapso nervioso.

Otro desafío para el dominicano medio es superar los clichés. Somos culturalmente repetitivos y miméticos en la comunicación. De ahí que optamos por el mínimo esfuerzo. En esa desidia intelectual los clichés aparecen como herramientas utilitarias de uso. El cliché (tomado del francés “estereotipo”) es una frase o idea usada tan recurrentemente que pierde fuerza expresiva o novedad. Suelo asociar el concepto a un chicle masticado, tanto que hasta parecen homófonos. Los clichés hacen de la comunicación una experiencia aburrida, predecible, escasamente sincera o innovadora. Estos enlatados, ya vencidos, son consumidos hasta el hartazgo, convirtiendo los debates en un ejercicio anodino, cursi y superficial. He acopiado, contra mi voluntad, algunos de los clichés temáticos más socorridos, como regalo de Navidad para mis adversarios.

Cursilerías sentimentales: a) “No juegues con mis sentimientos”; b) “necesito espacio”; c) “debemos darnos un tiempo”; d) “Si amas algo, déjalo libre...”; e) “No hay palabras para expresar un sentimiento tan grande”; f) “Yo olvido, pero no perdono”; g) “La verdadera belleza es la interior”.

Cursilerías retóricas: a) “Gracias a todos los que pusieron su granito de arena”; b) “Este humilde pero significativo acto”; c) “Lo que antes era un sueño, hoy es una hermosa realidad”; d) “me llevo la satisfacción del deber cumplido”; e) “Honor a quien honor merece”; f) “...y como decía el poeta: caminante no hay camino...”

Cursilerías funerarias: a) “José Luis: padre, esposo y compañero ejemplar”; b) “le acompaño en su sentimiento”; c) “No somos nada”; d) “para morir nada más hay que estar vivo”; e) “La vida debe continuar”; f) “José Luis no se ha ido, sé que donde está...”

Cursilerías empresariales: a) “urge mejorar la competitividad”; b) “necesitamos, como política de Estado, fortalecer la calidad del gasto público”; c) “debemos promover una cultura de diálogo y concertación social”; d) “se impone una reforma fiscal integral cónsona con la estrategia nacional de desarrollo que priorice la inversión social”; e) “debemos abogar por un modelo social equitativo e incluyente”.

Cursilerías políticas: a) “Debemos luchar por una sociedad más justa, solidaria y humana”; b) “Participar con reglas claras en el juego democrático”; c) “Una cosa es el crecimiento y otra es el desarrollo”; d) “vivimos en un sistema con profundas debilidades institucionales”; d) “promover el desarrollo sostenible con rostro humano”; e) “La voluntad popular expresada libérrimamente en las urnas”; f) “Un sistema clientelista y populista”;

Y “para cerrar con broche de oro”, el último renglón:

Cursilerías caducas del olvidado caso Odebrecht, para revivir algunas nostalgias verdes: a) “caiga quien caiga”; b) “llegaremos hasta las últimas consecuencias”; c) “No hay vacas sagradas”; d) “Todo el que está involucrado tendrá que pagar con el peso de la ley”.

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